En marzo de 2003, pocos días antes de la primera visita de Juan Goytisolo a Guadalajara, recibí los ejemplares que me correspondían de mi libro titulado Rumor de la ciudad al hundirse. Al conocer la portada, que no presenta ningún subtítulo y permite abrigar en consecuencia más de una duda razonable con respecto al contenido del volumen, volví a recorrer sobre un mapa de París —en este caso, seis cuadrantes del plano desplegable de una guía Baedecker de comienzos del siglo XX— algunas calles, edificios y monumentos de la segunda circunscripción de aquella ciudad. En concreto, al noreste de la Biblioteca Nacional, al oeste de la Porte Saint-Denis, al norte del antiguo Mercado Central, al oriente de la Ópera y en las inmediaciones de la Bolsa, pero formando en realidad una especie de isla, casi al margen del París espectacular de muchas otras novelas y películas, reconocí el barrio del Sentier y un buen tramo del bulevar que se llama Haussmann, que se llama Montmartre, que se llama Poissonnière, que se llama Bonne Nouvelle y que se llama Saint-Denis, y que adopta cuando menos otros dos nombres de camino al Arco Triunfal y uno más rumbo al cementerio del Padre Lachaise. Ahí, en las aceras del bulevar que puede llamarse de los Ocho Nombres, pero sobre todo en las callejuelas contiguas y en varios de los espacios característicos de la zona, transcurren las acciones de Paisajes después de la batalla, novela de Juan Goytisolo publicada en 1982 que yo elegí como asunto de investigación para la escritura de mi libro.
Nunca he sentido la menor especie de amor incondicional por la llamada Ciudad Luz. París me gusta y me impresiona como a tantos otros viajeros, pero ni el gusto ni el asombro son formas exclusivas del amor profundo. Yo admiro lo que amo, y lo que amo me gusta, pero también siento admiración y gusto por cosas de las que sé prescindir sin mayores padecimientos. En el caso de París, ocurre que tengo el “impuro amor” de ciudades notoriamente más aburridas y feas (desde la perspectiva de otras personas, como es natural) y apenas una suerte de gratitud estética, de afición desapasionada por las pulcras orillas del Sena, las tumbas de Montparnasse o los comercios de Saint-Germain-des-Prés. Atino a decir nomás, para justificarlo, que a falta de leer Nuestra Señora de París un día leí Paisajes después de la batalla. O, dicho de otra manera, que ya me habían enseñado a reírme de París antes de amarlo.
Por alguna razón, Paisajes después de la batalla es un libro que no ha de buscarse ahí donde los estantes de las librerías de Guadalajara le tengan reservado un sitio a Juan Goytisolo. Quiero decir con esto que Paisajes después de la batalla está por lo regular en las mesas de saldos y remates, o bien donde se apilan ediciones de sospechosa calidad o procedencia (en una edición reciente y baratísima, la novela carga con el abultado título de “Paisajes para después de la batalla”) o en los tantas veces paradisíacos locales de usado. Yo compré Paisajes después de la batalla en mayo de 1993, en la ya desaparecida librería Casarrubias, al precio de dos nuevos pesos. Nada. Un regalo. Tres años después, en octubre de 1996, Annie Bussière me hizo ver que no estaría mal preparar una tesina de posgrado (y, más tarde, una tesis doctoral) a propósito de tan económica novela. Otro regalo: además de hacerme conocer París bajo su perfil menos lindo, Paisajes después de la batalla me ayudó a encontrar a mi maestra favorita. La cadena, entonces, tenía ya suficientes eslabones: gracias a dicha novela conocí a Juan Goytisolo, gracias a mi conocimiento de Juan Goytisolo hice migas con Annie —la gran “goytisolóloga” de Francia, por así decirlo— y gracias al apoyo de Annie pude organizar mis ideas, cuando no sencillamente inventarlas o descubrirlas, y organizarme a mí mismo. Al día siguiente de los atentados en Manhattan, el extrañísimo 12 de septiembre de 2001, defendí mi tesis en Montpellier y me pregunté (libre de todo compromiso) si alguna vez me daría por leer de nuevo Paisajes después de la batalla o algún otro libro de Goytisolo. Agregaré al margen que con el tiempo —y con gusto— he descubierto que sí, que me sigue dando por leer ese libro y muchos otros del mismo autor.
Me avergüenza reconocerlo, pero en el año escolar 1997-1998 apenas llegué a trabajar en mi tesis. Leí muchos periódicos, muchas revistas y algunos libros de otras materias, y escribí textos no necesariamente académicos, y salí muchas veces a comprar golosinas en todos y cada uno de los expendios mecánicos que hay en los pasillos de la Universidad Paul-Valéry. Mi atención, por lo visto, se había desviado y andaba circulando muy lejos de Juan Goytisolo y de sus libros. En el otoño de 1998, sin embargo, al comenzar otro año escolar, sucedió que Annie Bussière publicó su estupendo libro sobre Goytisolo, Le théâtre de l’expiation, y sin darse cuenta reavivó un sector de mi emoción lectora. De pronto, el entusiasmo de leer Don Julián y Juan sin Tierra, la conmoción de acercarme a Las virtudes del pájaro solitario y La cuarentena, y la complicidad y el sentimiento de cercanía experimentados al recorrer Coto vedado y En los reinos de taifa, se traducían de nuevo para mí en placeres concretos, presentes, inmediatos. Entrar en contacto con Le théâtre de l’expiation me ayudó a ver, con toda simplicidad, cuánta razón tienen quienes afirman que la crítica (en la más noble de sus posibilidades) refrenda las alianzas pactadas entre los textos literarios y sus lectores.
No es de ningún modo un accidente que Le théâtre de l’expiation esté organizado en dos grandes partes. La dinámica de la dualidad, en efecto, rige las operaciones analíticas, discursivas y demostrativas del volumen. Annie Bussière concentra su mirada en las novelas, memorias y ensayos que Goytisolo ha escrito a partir de Señas de identidad, libro que marca el agotamiento definitivo de la estética realista en el proyecto estético del autor barcelonés y señala el inicio de algo que nadie sabe muy bien cómo llamar. Ese “algo” es quizá la fase más arriesgada, más violenta y más liberadora de la obra de Goytisolo: fase que Annie Bussière identifica con el cimiento purgativo de los procesos místicos a la manera de San Juan de la Cruz. Ahora bien, tanto histórica como gnoseológicamente, la purgación es el componente necesario de toda unión mística. Por una parte, dada su naturaleza heterodoxa en el contexto de la tradición católica, la mística se vio perseguida por la Inquisición en plena Contrarreforma española; por la otra, dada su condición de transporte o rapto espiritual, de modificación brusca del individuo que la experimenta, la mística supone también el abandono de las cargas previas del sujeto en su camino —que mucho tiene de ruptura o solución de continuidad— en pos de la transformación radical y la iluminación. El juicio inquisitorial, por lo demás, tuvo mientras existió la característica de presentarse bajo la forma de los espectáculos teatrales (tal era el llamado auto de fe) a la inversa del trabajo místico, más bien tendiente a la supresión de las máscaras y el hallazgo del ser por debajo del parecer. Arrancarse máscaras y disfraces, atentar contra mitos y rituales mecánicos, en este sentido, sería el gesto decisivo de la obra de Goytisolo desde Señas de identidad hasta sus libros autobiográficos, En los reinos de taifa y Coto vedado, mientras que lanzarse por las rutas de la vía unitiva sería el esfuerzo determinante de Las virtudes del pájaro solitario, La cuarentena, El sitio de los sitios y Telón de boca, entre otras novelas recientes.
Todo esto se revela en Le théâtre de l’expiation con rigor expositivo y ejemplos muy esclarecedores. Lo que Annie Bussière llama el “escenario urbano” de las obras de Goytisolo, esto es: el espacio del cementerio en Señas de identidad o en Makbara, el de la biblioteca en Don Julián o en Paisajes después de la batalla, y el del estudio-atalaya en Juan sin Tierra o en El sitio de los sitios, por no hablar sino de ciertas áreas predominantes, acoge y ordena gradualmente las ricas informaciones teórico-literarias, antropológicas, históricas y psicoanalíticas que se manejan en Le théâtre de l’expiation y justifica la sospecha de que los buenos libros en realidad son ciudades, espacios ora caóticos, ora inteligibles y bien calculados, que tienen por objeto el de contener lo humano en su compleja diversidad interior y exterior. El placer de la buena crítica literaria —y en Le théâtre de l’expiation, por hallarse un muy alto nivel de buena crítica, se halla también mucho placer efectivo— consiste a fin de cuentas en edificar ciudades a partir de otras que ya existen, pero que deben ser descubiertas. Annie Bussière ha recorrido y recorre todavía el país que Juan Goytisolo va construyendo con cada uno de sus libros, y lo que resulta de sus recorridos es el surgimiento de un espacio paralelo que, relacionado con el de Goytisolo, tiene sus propios habitantes y sus propias normas de convivencia, es decir: sus propias formas de transgresión y de vinculación con los demás.
Le théâtre de l’expiation es un ejemplo de crítica unitiva, ya que va en busca de una coherencia que al principio nadie le garantizaba. Lo que sucede con París en Paisajes después de la batalla se puede comparar con lo que ocurre en Le théâtre de l’expiation con respecto a la obra de Goytisolo: aquello que otros, de inicio, darían por bueno y prestigioso, acá se debe someter a examen y exploración, y sólo al final —y de otro modo— podrá ser de nuevo enaltecido.
("La ciudad unitiva" se publicó en el vol. XX, núm. 2, de Sociocriticism, correspondiente al año 2005. Retomo ahora el artículo por tres razones: la primera es que Juan Goytisolo acaba de publicar un libro, El exiliado de aquí y allá, muy en la línea de Paisajes después de la batalla; la segunda es que Le théâtre de l'expiation, de Annie Bussière, cumple por estos días nada menos que diez años de haberse publicado; y la tercera es que yo mismo, este mes de septiembre, acabo de festejar siete fugaces años de haberme doctorado. Y se hace obligatorio confirmar que los años no pasan: se acumulan.)
6 comentarios:
Es raro: A mí me cayó, "Paisajes para después de la Batalla", en una edición de Montesinos de 1983, hace menos de un mes. Lo releí con una profundidad que no creía. Releo crítica, la tuya incluída, también, el artículo de Carmen Valcárcel. Esto me hace suscribir aquello que mencionas acerca de los que hablan de tal o cual autor o de sus libros pueden sucitar un acercamiento renovado. Otro saludo.
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Hace cuatro años Goytisolo vino a Oaxaca, lo recuerdo porque fui a una sesión, donde leía y comentaba algo de 'las mil y una noches'.
Curioso, pero este año me encontré en una feria, un libro de él, que me costó como diez pesos, ja, luego una de mis amigas me regaló una versión en inglés del 'jardín secreto', no los he leído, wawa, bueno, ahora que leo algo de él aqui, lo haré.
Oiga, profe:
A ver si ya va renovando sus posts, que ya me anda por leer unos poemas que le publicaron en Crítica, pero me da codo comprarla.
Abrazos
vc
Siente la brisa,
disfruta el vino...
Acelerino,
¿cuál es la prisa?
Otros asuntos
me traen mareado:
me han zarandeado
mil vientos juntos.
¿Cambio de bando?
¿Pinto mi raya?
¡Oh, Dios! ¡Anaya
sigue peleando!
http://circulodepoesia.com/blog/?p=449
Jajajajaja: pues ya veo.
Literalmente te llovió, bendito sea Dios no el pesado chubasco dylaniano, sino un chipi chipi (que igual moja).
De cualquier manera, a ver si te vas apurando con esos pinches poemas.
Salut:
vc
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