Víctor Cabrera, Signos de traslado, México: Juan Pablos / Leer y Escribir, 2007, 58 pp.
“Pasa una generación y viene otra, pero la tierra permanece para siempre”, según puede leerse al comenzar el Eclesiastés. (No en otra cosa pensó Antonio Machado cuando formuló aquel proverbio, ahora celebérrimo: “Todo pasa y todo queda, / pero lo nuestro es pasar…”) Refiriéndose a la sangre, algo parecido ha escrito Víctor Cabrera en el primer poema de su nuevo libro, Signos de traslado:
Sólo ella permanece sin quedarse:
se cumple en su caudal,
en el vaivén erige su circuito:
no va ni viene:
se completa
y al cabo de los años,
un buen día,
te sorprendes siguiéndola…
Entre la tierra y la sangre se debaten, ciertamente, los poemas de Signos de traslado. Me refiero a la tierra fija de la ciudad contemporánea, de sus barrios y calles, y a la sangre constante del poeta que reconocemos en los pormenores de una mudanza, un cambio de domicilio, y en las observaciones de alborada y mañana con que va ordenando su vida en la nueva casa. Lo fijo, insisto, casi es aquí el antónimo de lo constante: la doble indiferencia de la sangre y la tierra, exterior a nosotros la segunda, interior la primera, extrañas ambas a la menuda persistencia del individuo, que ni se abre las venas al pagar el alquiler o las mensualidades de su hipoteca ni puede tampoco jactarse de habitar el mundo en su totalidad, sino apenas en cuestión de pocos metros cuadrados.
Mudarse, cosa tremenda y angustiosa para muchos, para Cabrera es más bien modularse, adaptarse a palabras distintas y exigentes, como las que los niños esperan de nosotros. Lo que hago aquí es glosar el poema “Explicación”, en cuyas estrofas queda expresado, por así decirlo, el origen antepoético de Signos de traslado: ese momento en que al autor, explícito en el empleo de un yo no tanto confesional como estrictamente reflexivo, se le volvió urgencia la necesidad personal de ir “tallando […] palabras” con las cuales “hacer un amuleto” que lo salvara de la “duda”. No puedo resistirme a copiar algunas estrofas:
Desde una edad incierta
—sus tres años—
Marianna me pregunta
si mudarse es
cambiar de casa.
[…]
Que sí, le digo entonces,
que pronto nos iremos de estos muros,
que con los ojos mudaremos de ventanas.
Eso digo, pero callo lo importante,
que lo que muda
es que cambia por la fuerza:
de amor o de lugar,
de fe y de camiseta.
[…]
Lo cierto es que no mudo,
modulo
mi voz en estos versos
para hacerme a la medida de mi estancia.
Por supuesto, no he citado estos versos al azar. La niña que se menciona, Marianna, puede comprenderse a la vez como un sedimento de autobiografía —lo cual indica el talante literario de Víctor Cabrera, poeta de sintaxis nítida, querencias cotidianas y asombros más bien diurnos— y, en su relación con el autor adulto y padre de familia que firma el poemario, como un símbolo de las ya referidas generaciones del Eclesiastés, que se van sucediendo sin descanso. En la infancia, parece decir la niña de Cabrera, no hacemos otra cosa que cambiar e interrogarnos por los cambios.
Por lo demás, cuando todo está cambiando, ¿en dónde puede reconocerse cada quien? ¿Hasta dónde hay que ir para seguir estando ahí, en donde al menos un par de referentes parecen familiares? No cabe admirarse de lo nuevo, porque todo lo es, pero es ineludible asombrarse:
Hogar,
no será la novedad
sino el asombro
quien pueble las estancias.
Autor de un sabroso racimo de sonetos culinarios (Diez sonetos, 2004) y de un irrespetuoso libro de cuentos (Episodios célebres, 2006), Víctor Cabrera se inscribe, con Signos de traslado, en esa línea de la tradición poética mexicana que remonta, cuando menos, hasta el prosaísmo de Luis G. Urbina, luego se robustece con Renato Leduc y Salvador Novo y deriva en poetas actuales tan estimables como Antonio Deltoro, Fabio Morábito y Eduardo Hurtado. Con esto quiero decir que su trabajo métrico es de incuestionable sabiduría, que su temario es humilde y urbano y que su emoción escapa de toda grandilocuencia. “Sonora claridad”: estas palabras del poemario bastan sin duda para sugerir sus virtudes.
("Cuando abril amanece siendo enero" acaba de aparecer en el número 128 de la revista Crítica.)
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