México, país en que la juventud se acaba oficialmente a los 35 años (tal es la prescripción del FONCA, por lo menos), también es país de prórrogas, atenciones extemporáneas, extensiones de plazo, circunstancias excepcionales y posposiciones de toda índole. A este respecto, quisiera recordar —y no hará falta demostrar que la ocasión es buena— cuando hace diez o doce años, en Guanajuato, sin duda en pleno Festival Cervantino, David Huerta dictó una conferencia sobre las mujeres que van apareciendo en el Quijote y sobre la pastora Marcela en particular. El anfitrión de Huerta le dio trato aquella vez de “poeta joven”, a lo que David, que ya tenía más de 45 años y un primer nieto franco-mexicano, respondió con gratitud, pero también con cierta incomodidad. Esta noche yo quiero apropiarme del supuesto error de quien llamó entonces joven a David Huerta y hacer énfasis en que, por encima de cualquier otra consideración, no sólo yo, sino muchos lectores de mi edad (o alrededores) nos hemos acercado a Versión, a Cuaderno de noviembre, a Incurable, a La sombra de los perros o a El azul en la flama sin dudar que se trata de los libros de un contemporáneo, de un colega, de un camarada y de un afable maestro apenas mayor que nosotros, que nos tenemos por jóvenes aún. Entiéndase lo que diré a continuación, entonces, como la prueba de amistad y reconocimiento de un muchacho por otro, por abundantes que sean las canas que peinemos o lleguemos a peinar en poco tiempo.
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Hay tentaciones y apetitos que, de tan intensos, nos parecen absurdamente lógicos y fáciles de satisfacer, además de cruciales y determinantes; apetitos que, por efecto quizás de alguna ley universal de compensación o de contradicción, acaban por suscitar (no importa si al cabo de segundos, de meses o de años) una legítima desconfianza, y se nos presentan luego como todo lo contrario, esto es: como inútiles distracciones para el espíritu, como trivialidades que han de callarse por consabidas, e incluso como anzuelos más bien maléficos en los que no habría que reparar siquiera, so pena de chabacanería, de insustancialidad y desdoro. Es lo que suele ocurrir con la tentación de justificar y explicar una obra de arte con los argumentos de la tradición a la que pertenece, del mundo en el que fue creada y del tiempo en que fue dable concebirla. Justo es advertir, con todo, que ambas intensidades —la del apetito irreprimible, primero, y la del consecuente repudio, enseguida— bien pueden aprovecharse para, equilibrándolas, obtener un promedio razonable, una suerte de “casa con dos puertas” en la que salir por una de ninguna forma excluya entrar más tarde por la otra. El único problema está en que buscar ese promedio es inclinarse apenas ante una tentación como cualquier otra, un mero apetito de serenidad y rigor que cederá después bajo el peso de la desconfianza, el descrédito y la insatisfacción, por lo que será indispensable retornar al comienzo del proceso…
Tratándose de Versión, el cuarto libro de poemas de David Huerta, publicado en 1978 por el Fondo de Cultura Económica, reimpreso por la misma editorial en 1983 y reeditado por Era en 2005 (con la significativa concesión, por añadidura, del premio Xavier Villaurrutia, también con fecha de 2005), la referida tentación es particularmente fuerte. Por un lado, no es fácil encontrar, entre los libros de poemas aparecidos en México tras el año axial de 1968, otros que, como Versión, hayan sido impresos en dos o más ocasiones —firme, si no es que inequívoca señal de interés por parte de los lectores— y hayan recibido, al mismo tiempo, algún premio de genuino prestigio. Pensemos en libros tan importantes y tan ardorosamente leídos como El tigre en la casa (Eduardo Lizalde, 1970) o El pobrecito señor X (Ricardo Castillo, 1976). En el caso de Versión, el apasionamiento de quienes han venido leyéndolo en más de veinticinco años no aligera los esfuerzos de quienes aspiramos a comprenderlo. Y es que la fama relativa, lejos de mitigar la rareza del poemario, la subraya, y subraya de paso las interrogantes de quienes vemos en él un cuerpo de belleza extraña, de introvertida objetividad y, si está permitido el oxímoron, de abundancia concisa. De ahí que parezca pertinente y hasta indispensable hallarle tradición y antecedentes a un libro como Versión, que no sabemos cómo explicarnos y a cuya inteligencia tratamos de acceder un poco a ciegas, lo cual no es condenable.
Por otro lado, es un hecho que todos y cada uno de los veintiocho poemas de Versión contienen giros, tópicos o palabras clave que no sólo nos permiten, sino que nos invitan a buscarles origen o pasado, a identificar a sus interlocutores, a señalar cuando un aparente cabo suelto en realidad es una especie de puente colgante que conduce hasta Residencia en la tierra, los Poemas humanos, el surrealismo, las diferentes poéticas coloquialistas del siglo XX o la poesía de Borges. Nos corresponde, pues, en tanto lectores, discurrir hasta qué punto el “pan inaudito” de “Profecías” (uno de los poemas de Versión) dialoga con el “pan tremendo” de César Vallejo; y establecer en qué medida es trascendente observar que “la memoria o el deseo”, según se mencionan en “La máquina biográfica”, o “las fibras de un sueño que mezcla realidad y deseo”, en “Arte de la duda”, remiten a los primeros versos de La tierra baldía (“mixing / memory and desire”) y al título de La realidad y el deseo; o investigar si, como es de presumirse, la “ropa húmeda cuyo peso finge toda una triste vida, / de un amarillo desconsuelo sexual”, que aparece tendida en “Primavera”, es de verdad un patchwork de vocabulario nerudiano. En todo caso, la verdadera comprensión dependerá no tanto de clasificar por sus diversas calidades y procedencias los materiales empleados por Huerta como de preguntarse a qué necesidades de la emoción o del intelecto responde tal empleo, y en qué universo más amplio —si puede inferirse alguno— se pueden agrupar dichas referencias. No está de más notar que los “diálogos” demostrables de Versión rebasan el ámbito de la sola poesía; sin ir más lejos, numerosas alusiones a la narrativa moderna (de Lovecraft y Stevenson a Gide y Nabokov) y a la pintura de Rembrandt y Vicente Rojo se hacen explícitas en algunos poemas; luego, su dinámico sistema de citas y paráfrasis de la poesía moderna debe subsumirse dentro de un hábito referencial más amplio y abarcador, que incluye también al cuento, la novela, las artes plásticas, la filosofía y a esa “obra de arte desconocida” que, a caballo entre la invención anónima y la cristalización de ciertos usos y de ciertas prácticas a menudo criticables, llamamos “habla cotidiana” y atribuimos al “genio de la lengua”.
Ahora bien, el ardid o artificio de situar un libro en el esquema de alguna tradición se hace definitivamente peligroso cuando ésta, la tradición, se nos quiere presentar en el discurso como algo diacrónico y vivo, en esencia, pero en el fondo adquiere los rasgos de una pesada estructura intransigente. Según este procedimiento de significación contradictoria o doble presupuesto estético, Versión tendría los rasgos de un hecho concreto, localizado en el puro tiempo de su primera edición y limitado al complemento, la compañía o el contraste de los acontecimientos que lo precedieron y de los acontecimientos que coincidieron con su manifestación original. Vale preguntarse, sin embargo, en qué fecha precisa, en qué punto exacto de las cuatro últimas décadas de la poesía mexicana es de veras legítimo situarse para leer Versión. ¿En algún punto, quizás, de la década de 1970, cuando apareció por primera vez? ¿En la década de 1980, cuando —como ya se dijo— fue reimpreso por su primer editor, el Fondo de Cultura Económica? ¿En la de 1990, la más generosa por ahora en cuanto a libros de Huerta, cuando la publicación de obras como Historia, La sombra de los perros y La música de lo que pasa enriqueció la imagen que antes hubiera podido formarse a propósito suyo, sobre todo la que se había ya entonces formado entre poetas y críticos de poesía en torno al gran desafío de Incurable, libro no sólo enorme por el dilatado número de páginas de amplia caja y reducido puntaje tipográfico, sino por la minuciosa y demorada concentración de su imaginario? ¿En la década liminar del siglo XXI, por último, ahora que otra editorial tiene la puntería de recuperarlo y ofrecerlo, con ello, al conocimiento de los nuevos lectores y a la renovada consideración de los antiguos? Habría que decirse más bien que algunos libros no contribuyen a la historia, no son meros datos ni fuentes que valga consultar, sino que son historia en sí mismos, y se comportan en la extensión del tiempo con diferentes actitudes y, por lo tanto, en diferentes registros de vitalidad, con diferentes grados de fuerza.
Tal es el caso de Versión, que hoy podemos leer, digamos, como el punto en que la sostenida y profunda inspiración de Cuaderno de noviembre —serena prosodia, largo fraseo, llameante delirio— se articula con el potente aguacero de Incurable. “Desato estas declaraciones únicamente para escuchar el roce de las letras / en tu rostro, mientras lees con una seca disposición / y te inclinas en las estrías invernales de una luz acercada e indiferente”: así comienza el poema que se titula “Declaraciones” y así podría comenzar todo el volumen, con la presencia de un yo asertivo, escrupuloso y observador que distinguimos como desdoblado, pero no repetido, en la sutil aparición de un tú no menos entrañable. Se trata de un yo que, por así decirlo, ya está en escena cuando el telón se levanta y comienza el “Prólogo” de Versión (“Atravesado por una gota oscura de silencio, toco mis bordes…”) y que veremos entrar en sucesivas metamorfosis, en sucesivos cuadros o fotogramas de sí mismo, a cambio de no haberlo visto nacer: “Envuelto en un color cambiante, escribo sobre los intersticios”. Y ese tú al que se ha hecho referencia, por su parte, cambia no menos que quien se hace cargo de registrar sus transformaciones, al grado que por momentos habría motivos para creerlo muerto y no sólo fantasmal o etéreo: "Mira este yeso con la figura de tus labios, la mascarilla donde las ramas del ídolo se mezclan con el vuelo de tu persona: / muerto y sucesivo vives, traslados te sostienen sobre las acariciadas ficciones de la carne / y en el espejo de la enmascarada extinción, de la serie que representas, estas ilusiones vienen a la deriva para que las contemples, / cortado de ti y con los huesos más sumergidos que nunca en el espeso ruido de la constancia maravillosa".
Pero la muerte no es más que una de las preocupaciones que toman forma en Versión, e incluso las maneras de acercársele varían, entre la creciente angustia de “Celda” (uno de los poemas más abiertamente narrativos del volumen) y la reflexiva emoción que poco a poco se desarrolla en “Deriva”, de donde provienen los versos que recién transcribimos. Donde se dice tú, en “Deriva”, se calla el nombre de un muerto, como se ha visto. Pues bien: a ese muerto se le conmina, sin patetismo, a morir, pero a morir con la misma sensibilidad con que se debería vivir, y con la misma vehemencia y el mismo deber de precisión: “Tendrías que buscar símbolos enterrados en la delgada luz, / diferencias imperceptibles bajo las bóvedas de sombra, para relacionar tu deseo con el mundo / y atar, así, el curso de tu carne a la estría que divaga”. Y la “estría que divaga” es acaso la realidad, especie de grieta que crece y se ramifica en la piel del mundo, en “la región múltiple de la cosa”, y que al crecer y ramificarse va enredándose y enhebrándose consigo misma, y va viendo formarse “los delgados nudos de lo que llamo la visibilidad”. Cuando, en alguno de sus avatares, el yo que hay en Versión tiene un recuerdo, no da por hecho que recuerda —no puede saberlo: está cambiando, y de nada le sirve ninguna certeza—; más bien se dice a sí mismo, con esa notable vocación de fenomenólogo que le vemos desplegar por todo el poemario, que aquello debe ser lo que otros llaman “el recuerdo”, esas “tentativas de la realidad para recuperarse en una materia calcinada en otro pliegue del calendario”. No debería extrañarnos, entonces, que después afirme: “Mis manos reposan sobre la ciega cara de los objetos, / los sacuden por los hombros y despiertan en ellos una sospecha de bosque, / de hojas estremecidas, de tela turbia”, ni que su explícita misión sea "escribir, escribir, escribir, con estas cosas tremendas ante los ojos, y abrir la boca desesperadamente mientras todo, / y 'todo es oscuro', alrededor se derrumba con un ruido de tatuajes y desgajamientos".
El aparente irracionalismo de Versión procede tal vez, en parte, del surrealismo histórico, pero sin duda es preferible relacionarlo con la pintura de los expresionistas abstractos norteamericanos y las técnicas de action painting, por una parte, y con cierta poesía francesa del siglo XIX, por la otra. Estamos ante un arte alucinatorio, pero no tan propenso a la figuración como el surrealista: es el arte, más bien, del que alucina sin admitir siquiera que puede hallarse alucinando (pensemos entonces en el Rimbaud de las Iluminaciones por encima del Rimbaud de Una temporada en el infierno) y que, por ello mismo, no se ve obligado a componer imágenes ni figuras, tendiendo así a la más rigurosa materialidad, a eso que ingenuamente —al hablar de pintura— se ha dado en llamar abstracción, a las “aspas de literalidad” que subrayará el propio David Huerta en frases largas y envolventes, en periodos que poco a poco rodearán a su lector y lo irán despojando no sólo de certezas, no sólo de confianza o de cordura, sino de referentes concretos y, de modo más hondo aún, de la específica sabiduría de referir en general. El verdadero asunto de Versión es la identidad, la “cascada enceguecedora de lo Mismo”, el “numeroso silencio” del ser y “la desolación del silencio, su distancia opaca”. Nunca estará de más, por consiguiente, recordar que la identidad tiene una compuerta (o es esa compuerta) que al mismo tiempo la preserva del otro y, si le permite abrirse a él, es en el entendido de una previa clausura y una previa separación. En lo que aquí se indaga, en suma, es en la oscuridad; no en lo invisible ni en lo inefable, sino en los hechos de no ver y de no significar. Y en los espacios donde un “implantado yo, en mangas de camisa, / agita sus húmedos emblemas para salir también en la fotografía”.
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Christopher Domínguez Michael fue tal vez el primero en señalar públicamente, a mediados de los años 90, que a David Huerta ya sería bueno que se le diera el premio Xavier Villaurrutia. Hoy festejamos que tan deseada premiación por fin suceda. La circunstancia, por lo demás, tiene visos de peculiaridad, ya que se premia no una primera edición, sino una reedición. Tal es la suerte de algunos autores, de algunos libros y acaso, en términos generales, de la poesía como género literario y de la poesía como actividad soberana, presente continuo y memoria imperecedera, libre de urgencias y de calendarios industriales.
(En la revista Crítica se acaba de publicar "Un ruido de tatuajes y desgajamientos", artículo que leí en el Palacio de Bellas Artes el pasado 6 de marzo, es decir: la noche que David Huerta recibió el Premio Xavier Villaurrutia 2005 por su libro Versión. Reproduzco aquí el texto conservando los párrafos de inicio y de cierre, que sólo escribí para leerlos en voz alta esa vez y que son, por lo tanto, descaradamente circunstanciales.)
1 comentario:
Larguito el rollo pero buen texto definitivamente... saludos desde la frontera norte... HB
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