No hace mucho tiempo se me ocurrió declarar que la crítica (entendida en su sentido más trivial, esto es: como una forma peculiar de hacer textos, trátese de reseñas o de artículos de investigación o de conferencias) es el patito feo de la experiencia literaria, para decirlo con Alfonso Reyes. Hoy diría que la crítica, de ser en verdad obligatorio compararla con algún animal, se parece más bien el perro flaco del proverbio: ése al que se le cargan las pulgas. Hablo aquí de la literatura como institución, como práctica socialmente admitida y regulada. Y me pregunto qué pulgas tienden a cargársele a la crítica, y por qué, y en qué medida el perro flaco pudiera incluso buscarle provecho a su desventaja.
Pienso ahora en uno de los breves, austeros y calmadamente valerosos ensayos de Chesterton: el que se titula “Elogiar, exaltar, establecer y defender”. Así enumerados, los verbos del título constituyen el primer verso de un poema de Hilaire Belloc. Dicho verso le sirve a Chesterton para nombrar las que, según él, son las principales ausencias (o, en singular, la principal ausencia: el “gran espacio en blanco”) de la mejor literatura contemporánea. Cada verbo, en la enumeración, va detrás de otro al que invoca y por el que se justifica; y elogiar, exaltar, establecer y defender forman, para el autor de Ortodoxia y la saga del padre Brown, el ético agujero negro, la carencia fundamental de las letras de su tiempo. No saber elogiar nada, ni mucho menos elevarlo con exaltación —menos aún establecerlo en donde se le crea necesario, ni defenderlo en suma—, y resignarse apenas a saber que no se sabe, termina siendo un lastre demasiado grave para todo escritor que busque medirse con los grandes autores de la tradición.
Es importante advertir que las teorías del texto, los modelos de interpretación y los métodos de análisis enseñados en facultades y escuelas de letras no desembocan tanto en una ética como en una pragmática de los estudios literarios. Y tal vez, al parejo de una conciencia de su propia práctica, otra conciencia, la de sus auténticos alcances, exigencias, responsabilidades y aspiraciones, la conciencia de su deber ser, sea lo que necesiten hoy en día la narrativa, la poesía, la dramaturgia y el ensayo. En mi opinión, el poliédrico deber de todo crítico literario (el de ser pertinente, informativo y descriptivo; el de saber explicar, discutir y valorar) terminará conduciéndolo a recobrar para su literatura los cuatro verbos que Chesterton cita de Belloc. Es necesario educarse para decir sí. El crítico debe saberlo. En palabras de Luis Goytisolo, “el crítico se debe única y exclusivamente a ese organismo inmaterial pero vivo —ya que vive en los lectores de cada momento— que es la creación literaria”; y deberse a ella no significa rendirle ciegos homenajes ni festejarle tantas gracias como sea capaz de ostentar, sino completarla con aquello de lo que, a nivel creativo, carece.
("Un deber por seis" apareció el domingo pasado, 5 de febrero de 2006, en Mural.)
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