A fines de 1966, la editorial Joaquín Mortiz publicó en México Señas de identidad, novela de casi quinientas páginas en la que Juan Goytisolo repasa los códigos y formas habituales del género como aquel dinamitero en potencia que recorre una y otra vez las calles y observa los edificios que habrá de liquidar con su ya inevitable, inminente atentado. La bomba propiamente dicha estallaría con el mismo sello editorial, en 1970, bajo el título de Reivindicación del conde don Julián. El territorio que Goytisolo buscaba destruir —o, como mínimo, desequilibrar— no podría ser otro que la España nacional-católica del franquismo, tejido simbólico de mitos y catedrales, clásicos de la Contrarreforma y leyes e instituciones conservadoras que la prosa violenta, espasmódica y fragmentaria del novelista pasaría por las armas de la sátira, el sueño vengador y una delirante lucidez poética. No resulta extraño, entonces, que Señas de identidad sea también la novela con la que su autor dijo adiós a la ciudad que hasta entonces había sido el escenario predominante de sus narraciones: la misma Barcelona en la que Goytisolo nació en 1931 y en la que dejó de vivir desde mediados de la década de 1950.
Álvaro Mendiola, protagonista de Señas de identidad, asiste a los funerales de un profesor apellidado Ayuso al comenzar el segundo capítulo de la obra. Es en el cementerio de Montjuich donde la verdadera naturaleza de Barcelona —desde la perspectiva terrible de Mendiola, que ya no cree formar parte de la sociedad en la que nació y se formó— se hace visible. Las partes del cementerio, los “jardines y avenidas, glorietas y paseos, nichos de clase media y pobre y suntuosos panteones burgueses y aristócratas” que se ordenan y agrupan con rigor divisorio, son ecos o reflejos de los diferentes barrios y zonas de la ciudad y, en particular, de la Barcelona moderna, la de las ampliaciones y especulaciones inmobiliarias del siglo XIX. La forma estricta del camposanto no hace más que reproducir, para Mendiola, el “espíritu que había animado el ensanche y florecimiento de la ciudad”: es “como si los difuntos próceres del algodón, la seda o los géneros de punto hubieran querido perpetuar en la irrealidad de la nada las normas y los principios (pragmatismo, bon seny) que habían orientado su vida”.
Bon seny: el sentido común que suele atribuirse a los catalanes, el “buen sentido” que mucho tiene de convencionalismo, encarnado en el trazo pulcro del cementerio, es justamente aquello de lo que intenta huir Mendiola y de lo que huyó Juan Goytisolo en su primera juventud. Con todo, el valor simbólico del panteón y la costumbre de rendir homenaje a los muertos bien puede servir para estudiar los cambios de rumbo emprendidos por Goytisolo a partir de Señas de identidad. Entre la colina de Montjuich y la necrópolis cairota (“miserable y soberbia Ciudad de los Muertos”) evocada en el penúltimo capítulo de Paisajes después de la batalla, novela de 1982, en verdad se da una especie de salto cualitativo que mucho tiene de ruptura estética. El protagonista de Paisajes después de la batalla, que a veces funge también como narrador y como receptor de la narración, es al final de la novela víctima de una explosión que lo atomiza o dispersa “por toda la rosa de los vientos”: después de un acelerado periplo por las “urbes-medina” en las que Goytisolo dice haberse “doctorado”, las partículas del personaje llegan a El Cairo y es ahí donde mejor parecen sentirse. Barcelona y El Cairo se contraponen así como representantes antagónicos de la cordura, la coherencia y el orden aborrecidos, por un lado, y el aparente desorden, la libertad e inspiración conquistadas, por el otro.
Un capítulo de Paisajes después de la batalla, el sexagésimo cuarto, se titula “Del burgo a la medina”: el burgo es la Barcelona original, aquélla de donde salió el protagonista en pleno franquismo, y la medina es el París “popular, mestizo y abigarrado” en el que se halla instalado ahora. Dicha medina es también El Cairo (como ya se ha visto) y Estambul, Marrakech, Tánger o Fez. Vale subrayar que una formidable coincidencia determinó que Goytisolo, al igual que su otro yo en Paisajes después de la batalla, se mudara del barrio de la Bonanova en Barcelona (la “buena nueva” de una parroquia católica, desde luego) a las inmediaciones del bulevar parisino de la Bonne Nouvelle (otra “buena nueva”, en suma). Pero, al margen de sus respectivos nombres en catalán y en francés, nada comparten ambos barrios, “burgués, monocolor y homogéneo” el primero y poblado según las diferentes olas de la inmigración poscolonial el segundo.
En cierto libro de 1990, titulado Aproximaciones a Gaudí en Capadocia, Goytisolo establece un vínculo, una como articulación entre la Barcelona de sus recuerdos de infancia y adolescencia y el mundo islámico de su edad adulta. En la óptica del escritor, el Gaudí de la Sagrada Familia está ya increíblemente prefigurado en las formaciones rocosas naturales de la Turquía profunda. Se trata, en mi opinión, del primer esfuerzo concreto de Goytisolo en muchos años por acercarse a Barcelona con alegría creadora, sin amargura ni ánimos hostiles. El proceso de reconciliación con la ciudad natal se acabará de cumplir en dos libros ya muy recientes: en Carajicomedia, novela del año 2000 cuyas acciones transcurren ora en París, ora en Barcelona, sin que vaya implícito ningún juicio de valor favorable o desfavorable para ninguna de ambas capitales, y en El lucernario, espléndido y vasto ensayo de 2004 dedicado a la figura y la obra de Manuel Azaña, en cuyos párrafos finales puede leerse lo que sigue: “Soy un ramblero, me gusta ramblear por el primitivo cauce arenoso que corta en dos mitades el casco antiguo de Barcelona y en el curso de mis rambleos me aventuro a veces por el espacio aguijador del Raval…” No es ningún accidente que tras dicha frase venga una disertación a propósito de las estatuas y bustos de gente célebre que aparecen de pronto en el antiguo Barrio Chino de Barcelona: una vez más, el culto a los muertos habrá orientado la visión —la revisión— de Barcelona que retoma, renueva y recrea Juan Goytisolo cada tanto tiempo.
“Las ciudades, como los países y las personas, si tienen algo que decirnos requieren un espacio de tiempo nada más; pasado éste, nos cansan”, escribió Luis Cernuda en 1958. Y añadió enseguida: “Sólo si el diálogo quedó interrumpido podemos desear volver a ellas”. No es difícil aplicar estas frases a la relación de Juan Goytisolo con Barcelona. En uno de sus libros autobiográficos, el referido precisamente a sus años barceloneses: Coto vedado, Goytisolo había escrito: “Cuando uno se va es porque ya se ha ido”. Lo escribió refiriéndose al momento en que dejó Barcelona. Dejar la ciudad natal, por lo tanto, no era más que ultimar con el cuerpo una operación ya comenzada por la mente y por los afectos. Romper con Barcelona era decretar, en los veintitantos años de la edad, al promediar el decenio de 1950, el fin de un mundo y el nacimiento de otro. Goytisolo comenzó a vivir entonces guiado por algo que, cinco décadas más tarde, Marco Kunz ha dado en llamar la “ética de la excentricidad”. En esa dinámica, en ese impulso por abandonar el centro de manera sistemática y acogerse a la periferia, Goytisolo ha terminado por volver al punto de origen, Barcelona, y lo ha hecho sonriendo como un “ramblero”.
("El prófugo de la Bonanova" se publicó en Mural el sábado 27 de noviembre, día en que Juan Goytisolo recibió en Guadalajara el Premio Juan Rulfo del año 2004.)
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