8 de julio de 2004

Juan Goytisolo, poeta

Luce López-Baralt, en mayo del año 2000, inauguró un memorable coloquio internacional en torno a Juan Goytisolo con la conferencia titulada “Juan Goytisolo, poeta”. Hoy tomo prestado ese título para juntar dos pequeños artículos redactados un par de años después, en pleno 2002, con motivo de la concesión a Goytisolo del Premio Internacional de Poesía y Ensayo “Octavio Paz”. El primer artículo se divulgó a finales de abril, cuando no se determinaba todavía la fecha de la premiación. El segundo, en cambio, apareció la mañana del 28 de mayo, esto es: el mismo día que Goytisolo recibió el premio en México.

La profesora López-Baralt, en su conferencia, partía de una “primera —pero visceral y definitiva— intuición de lectora”. Intuición que puede formularse con relativa facilidad: acaso Juan Goytisolo, tras el aspecto del novelista conocido, en realidad es un poeta lírico. La misma intuición, convertida ya en convicción, informa las páginas que siguen. Espero mostrar que no se trata de un simple capricho ni de una extrapolación de los textos que me han hecho creerlo.

1. EL POETA Y LA COLUMNA DE HUMO

Los diferentes libros que un autor va escribiendo al paso de los años, explorando en los intereses de la vocación y empujando sus límites, y pasando —si es necesario— de un género de texto a otro, de un estilo a otro, dan lugar muchas veces a sistemas estéticos y morales que no se reducen a la mera superposición de títulos y que tampoco aspiran a justificarse con argumentos no literarios, trátese ya de pretensiones filosóficas o de intenciones políticas. La costumbre ha dado en llamar “obras” a tales entramados, y la institución cultural de nuestra época (en su complejo dispositivo de publicaciones, evaluaciones críticas, investigaciones y reconocimientos oficiales o privados) otorga ciertos premios no a libros concretos ni a gestos culturales precisos, al margen de su implicación más vasta, sino al conjunto de aquellas obras que juzga meritorias. Es el caso, en la dinámica de las lenguas que nacieron en la península ibérica, de los premios Juan Rulfo, Príncipe de Asturias y Cervantes, y del más joven de todos ellos: el que lleva el nombre de Octavio Paz, entregado por vez primera en 1999.

Juan Goytisolo, escritor español nacido en 1931, recibirá en fecha que suponemos próxima —tal vez al comenzar el mes de mayo— ese premio de reciente creación. La noticia, ya no tan fresca, sorprendió en su momento y sorprende todavía favorablemente. Para empezar, el Octavio Paz es un premio de poesía y ensayo, y Juan Goytisolo es ante todo un vigoroso novelista. Es verdad que su trabajo ensayístico (Disidencias, Crónicas sarracinas, El bosque de las letras) y sus memorias y libros de viaje (Coto vedado, En los reinos de taifa, Cuaderno de Sarajevo) le bastarían para ganarse un buen premio internacional, propósito que Goytisolo nunca se ha fijado. Pero la importancia de sus novelas, y las características formales y preocupaciones de fondo que las distinguen, le han valido también esta inclusión en la nómina de los poetas.

Las primeras novelas de Goytisolo, publicadas entre 1954 (Juegos de manos) y 1961 (La isla), conforman la premisa convencional que Señas de identidad pondrá en crisis en 1966 y Reivindicación del conde don Julián desmentirá o desmontará en 1970. Si la etapa inicial es realista en sus códigos de representación y descriptiva en sus procedimientos narrativos, la siguiente se inclina por la expresión fragmentaria, la hechura de la frase como reflexión y conciencia de sí misma, la condensación de múltiples registros verbales (parodia, interjección, comentario, cita) y el rechazo de lo anecdótico en el flujo abundante del relato. No es casual —ni, desde luego, un mero capricho— que las páginas finales de Señas de identidad aparezcan escritas en renglones entrecortados, vecinos del verso libre y del versículo: en ese libro y en la ya mencionada Reivindicación del conde don Julián, que al cabo resulta un homenaje a Góngora, los problemas de la poesía moderna conducen al novelista en la disolución de un modo canónico y funcional de concebir la narrativa. Lo mismo es aplicable a Juan sin Tierra, de 1975, y a Makbara, de 1980: el propio Goytisolo hablará de Makbara, sin ir más lejos, como de “mi novela o poema”.

Las virtudes del pájaro solitario (1988) y La cuarentena (1991) subrayan esta esencial ambigüedad genérica. La vida tormentosa de San Juan de la Cruz, la extraordinaria poesía que nos dejara, la irrupción del sida en el mundo contemporáneo y la marginalidad política, en Las virtudes del pájaro solitario, y los mundos ultraterrenos de Dante o de Ibn Arabí, el desarropo del individuo ante la muerte y la brutal aparición de la guerra, en La cuarentena, más que volverse temas de una historia, objetos que haga falta describir o situaciones que narrar, toman cuerpo en la página y se abren así a lo desconocido, al accidente, a lo impredecible: a lo desconocido como apertura y lo impredecible como lenguaje, condiciones que ya los místicos de la cristiandad y del Islam, puestos a dialogar con Paul Celan y con Rimbaud, incorporaron al núcleo duro de la experiencia poética.

Más recientemente, Juan Goytisolo publicó El sitio de los sitios (1995) y Las semanas del jardín (1997). Como el narrador de La cuarentena, el protagonista de El sitio de los sitios muere al concluir el primer capítulo. Dos legajos de poemas, firmados en el mejor de los casos por un tal “J. G.”, son hallados junto al cadáver. Tales poemas —los únicos, al parecer, que Goytisolo haya escrito nunca— orientan la pesquisa de la novela como una carnada imposible, al grado que un final en todo punto desestabilizador les reservará en exclusiva un carácter de realidad: nada, salvo esos poemas, existirá con verdad llegado el término del relato. Y la existencia previa de su autor ficticio, de su autor en la ficción, animará el ejercicio colectivo y anónimo de Las semanas del jardín: organizadas en un “círculo de lectores”, veintiocho personas firmarán la novela —desplazando con ello los privilegios de su autor, Juan Goytisolo— y buscarán al poeta igual que si trataran de apresar una columna de humo.

Huelga decir que semejante disolución del autor, lejos de implicar su abandono u olvido, supone su más firme acentuación. Los detractores de Juan Goytisolo no dejan de reprocharle una hipertrofia del yo, un predominio tiránico de la subjetividad y cierta manía de vocear elogiosamente sus propios hallazgos e invenciones. Pero lo justo es comprender ese carácter de manera que un juicio moral no se haga imprescindible, diciéndose más bien que Goytisolo vive los conflictos particulares del poeta moderno (que, sin estar en parte alguna, está sin contradicción en todas partes) y su obra, los conflictos particulares de la poesía moderna (que al tomar su impulso no en la plenitud, sino en la carencia del yo, más en lo quebrado y extraño y menos en lo discursivo y seguro, fomenta la esperanza de una plenitud por venir y una seguridad que debe conquistarse).

En suma, pues, la obra de Juan Goytisolo es arriesgada y compleja, y por ello también sorprende gratamente que un premio le sea dado, más allá de las modas y al margen de su improbable rentabilidad editorial.

2. LA INVENCIÓN REBELDE

Luis Cernuda se refirió alguna vez al “obstáculo principal que todo poeta encuentra frente a sí: una lengua poética envejecida”. Inventar de nuevo una lengua determinada, una lengua recibida en herencia y que pareciera de pronto ineludible y finita, es en efecto el deber urgente de los poetas en cuanto tales. Incluso los más conservadores pondrán en solfa un aspecto u otro de su actualidad lingüística, y sus epígonos o discípulos no harán sino proseguir la rebelión (así sea, en el fondo, retrógrada) del maestro. El poeta, decía también Cernuda, es por naturaleza propia un ser inconforme y rebelde: no añade la rebelión al plano de sus comportamientos, ya que no se trata de un mero atributo suplementario. El poeta, en suma, se comporta cifrando en la rebelión —por más que a veces no llegue a comprenderlo— el requisito indispensable de su trabajo.

No es caprichoso evocar a Luis Cernuda —cumpliéndose por estas fechas, además, el primer centenario de su nacimiento— cuando se habla de Juan Goytisolo. Ni es arbitrario sostener que Goytisolo, autor fundamentalmente de novelas, tiene que ser leído, visto como poeta si quiere ser entendido en su apasionada complejidad. Español, desterrado, intransigente: calificativos, los tres, que se aplican por fatalidad nacional, avatares biográficos y carácter individual a un escritor y al otro. Cernuda es autor de un verso (“Mejor la destrucción, el fuego”) que pudo encabezar, como un título erguido y severo, la novela que marca la ruptura de Goytisolo con la estética de la descripción, con la mal llamada “objetividad”, con la prosa discursiva, con el realismo: Señas de identidad (1966).

Pasada esta crisis de ruptura, o asumida por fin como sustancia y estímulo de su vocación, Goytisolo consiguió renacer “al otro lado”, en la orilla contraria. Por esas fechas, elocuentemente, Goytisolo tenía diez o doce años viviendo lejos de su país natal. Su libro de 1970, Reivindicación del conde don Julián, comenzó ya con estas líneas dirigidas a la España tradicional, esa “madrastra inmunda, país de siervos y señores” que la dictadura de Franco había preservado hasta la náusea y la desecación: “tierra ingrata, entre todas espuria y mezquina, jamás volveré a ti”.

A la vieja España, ciertamente, Goytisolo no volvió nunca. Y no porque haya renunciado a pisar otra vez el territorio, el marco geográfico de una España “inmortal” o “sagrada” que múltiples y diversos fanatismos (políticos y religiosos) habían contribuido a perpetuar: no volvió nunca por la simple razón que aquella “tierra ingrata” fue haciéndose cada vez más cosa del pasado, espacio irreal. Memoria infame, pero al fin memoria: un día, buen día, no tuvo adonde regresar ni le dolió saberlo. Franco murió en 1975; las obras de Goytisolo, prohibidas por la censura de su país, volvieron a editarse y a distribuirse al año siguiente. La sociedad española y sus instituciones (muy a su pesar, en algunos casos) dieron por terminado entonces un letargo de cuarenta años.

Letargo: esta palabra es acaso demasiado teatral, de pálida insuficiencia. Pero es verdad que un mundo se fue quedando atrás, un mundo que persistió en algunos puntos (odiosos, conviene subrayarlo) y cambió de lado a lado en otros, y fueron éstos la mayoría. La realidad se atrevió por un momento a no ser la misma; y siendo así las cosas, o al menos pareciéndolo, ¿no tendría derecho un lector de Goytisolo a pensar que un atrevimiento previo, el del autor de Señas de identidad, había marcado ya ese camino con justicia y anticipación? Lo cierto es que, al pasar el tiempo, ni España ni Europa se han deshecho totalmente de sus viejos fantasmas. Y que no es bueno reducir el interés de Goytisolo a un puro diálogo con lo civil ni con la historia pública.

Juan Goytisolo viene a México a recibir hoy un premio que lleva el nombre de un escritor que admira: Octavio Paz. Lo hará suyo, es de suponerse, como el escritor sensible, preciso, audaz e irreverente que siempre ha sido. Lo hará suyo también como el poeta que ahora vemos en él, entendiéndolo finalmente.



(Como ya explico en la introuducción, más que un artículo, "Juan Goytisolo, poeta" es la suma de dos notas. Ambas, tal y como aquí se presentan, forman parte de un libro mío de inminente publicación: Lámpara de mano.)

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