22 de agosto de 2006

Tepic

Las hijas de mi tío, mis primas,
cuando llegaban a Tepic, de viaje,
y estando ahí, en Tepic, salían de compras
o a pasear por el centro
y se cansaban, pedían
que por favor las llevaran a Tepic,
es decir: con mis abuelos,
porque habían entendido que Tepic era esa casa,
no toda la ciudad, esa ciudad
que yo también, sinceramente, desconozco
y que, si tengo suerte, puedo confundir
con el jardín, algunos muebles, el perro y mi familia.

Tepic es para mí el nombre de otra cosa,
no el nombre de Tepic: una palabra
que se desentiende, sin obligaciones,
como yo en el verano, esos veranos,
pero que al mismo tiempo está diciendo
lo que a ninguna otra palabra se le pide:
que, al decir lo distante, diga
también lo siempre próximo
y que al nombrar la cercanía
resuma una ciudad en una casa.

Yo estoy —números redondos— a doscientos kilómetros
de la ciudad, la casa, y el jardín, y los muebles.
Mi abuelo está grabado en una lápida.
Con mi abuela platico por teléfono
y hoy mis primas, cuando van a Tepic, no se confunden.
Y no sé lo que sea lo siempre próximo.
Y en doscientos kilómetros pasa cualquier cosa,
lo mismo si decido recorrerlos
que si los dejo para el próximo verano
y me instalo en veranos anteriores.



("Tepic" acaba de aparecer en el número 10 de la revista Reverso, correspondiente a julio de 2006.)