12 de diciembre de 2005

Dos retratos de grupo

Tedi López Mills y Luis Felipe Fabre (selección), Anuario de poesía mexicana 2004, prólogo de Tedi López Mills, México: Fondo de Cultura Económica, col. Tezontle, 2005, 237 pp.

Francisco Hernández y Mario Bojórquez (selección), Los mejores poemas mexicanos (edición 2004), prólogo de Francisco Hernández, epílogo de Mario Bojórquez, México: Joaquín Mortiz / Fundación para las Letras Mexicanas, 2005, 183 pp.

Tal pareciera que a los poemas, a todos los poemas, les ha tocado por destino empezar a existir antes de lo previsto y luego tener que ajustarse a los ordenamientos y acomodos del tiempo. Sin ir muy lejos, el año 2005 figura en el subtítulo de Los mejores poemas mexicanos (edición 2005), pero lo cierto es que los textos agrupados en el volumen aparecieron en suplementos literarios y revistas a lo largo de 2004. Patrocinado por la Fundación para las Letras Mexicanas y editado por Joaquín Mortiz, el compendio —mitad antología, mitad anuario— fue preparado por Francisco Hernández con la colaboración de Mario Bojórquez, esto es: por un “poeta de reconocida trayectoria” (como suele decirse, aunque nunca se aclare si se trata de una trayectoria de bala o de arma blanca) en mancuerna con un poeta joven.

Antes y después de los ochenta poemas de otros tantos autores que se pueden leer en Los mejores poemas mexicanos, Hernández y Bojórquez han agregado un prólogo (del primero) y un epílogo (del segundo) que, junto con breves fichas curriculares de los poetas incluidos, un directorio de las publicaciones consultadas y la descripción hemerográfica de cada uno de los textos, redondean el conjunto y, en cierta forma, lo explican. Y es que, por estrategias comerciales más que presumibles, hay en este libro algo que automáticamente hace pedir explicaciones: el título en sí mismo. No debe creerse, pues, que al interior de Los mejores poemas mexicanos (por más que se le añada: edición 2005) figuren de verdad las grandes joyas que la cubierta promete. Lo que sí hay, qué duda cabe, son buenos poemas, excelentes algunos, que cumplen con la característica enunciada en el párrafo anterior: la de haber sido publicados en medios impresos periódicos (no en libros) en 2004.

El pie de imprenta de Los mejores poemas mexicanos es de septiembre de 2005. De agosto, según el colofón, es otro libro que se le asemeja profundamente. Me refiero al Anuario de poesía mexicana 2004 que ha publicado el Fondo de Cultura Económica. Lo importante, más que lo meramente curioso, es que dos libros con casi el mismo perfil hayan aparecido en forma simultánea: sin duda el Fondo de Cultura Económica, en sus diferentes colecciones, concede a la poesía mayor importancia que Joaquín Mortiz, pero ninguna de las dos editoriales había impreso (hasta la publicación del Anuario y de Los mejores poemas mexicanos) antologías más o menos actualizadas y estrictas del género en México, de modo que la coincidencia es digna de festejo. Ahora bien, como es obvio, el hecho de restringirse a un corpus anual despoja de perspectiva y condiciona, en cuanto a su eventual profundidad, tanto al Anuario como al volumen de Joaquín Mortiz. Es indispensable tener en cuenta dichos condicionamientos: la perspectiva histórica y la profundidad historiográfica son acaso los dos valores más destacables de las antologías poéticas, y en este caso ambas han sido sacrificadas en aras de una mayor inmediatez de los contenidos.

La selección del Anuario de poesía mexicana 2004 fue realizada por Tedi López Mills y Luis Felipe Fabre. Al igual que Los mejores poemas mexicanos, este Anuario contiene breves fichas curriculares de los poetas incluidos e informaciones prácticas a propósito de las revistas en las que aparecieron, a lo largo del año mencionado, los poemas. López Mills, a solas, firma un prólogo muy interesante de cuyas ambiciones acaso valga decir que rebasan con mucho las fronteras más bien frías y esquemáticas del volumen: si en libros como éste (como éstos, vale rectificar) los poemas recogidos hacen por fuerza un papel de muestra, ya que no pueden sino representar la obra de un poeta y la escritura de una época —o, mejor dicho, el transcurso editorial de un año—, también es justo advertir que la selección de los materiales empleados y la reconstrucción del contexto que los acogió en su origen es mérito de quien respalda el trabajo con su nombre, auténtico autor del discurso resultante, menos fragmentario de lo que se pensaría en un principio.

Acerca del título del Anuario de poesía mexicana 2004, cuando menos dos anotaciones pueden hacerse. La primera es que aquí, a diferencia de lo que ocurre con Los mejores poemas mexicanos, el verdadero carácter de la muestra se anuncia desde la cubierta, sin ambigüedades. La segunda es que, por el solo hecho de haber utilizado el sustantivo "anuario", López Mills y Fabre han sabido reconocer los antecedentes de su proyecto, aquellos anuarios de poesía mexicana que publicó el INBA en los años 80 y 90 del pasado siglo, a instancias de Víctor Sandoval.

Hay noventa y dos poemas en el Anuario, y por lo menos once le han parecido sobresalientes a quien esto escribe: los de Coral Bracho, Jorge Esquinca, Luis Ignacio Helguera, David Huerta, Eduardo Lizalde, Santiago Matías, Jorge Ortega, Víctor Ortiz Partida, Daniel Téllez, Fernando Toriz y Sergio Valero. Complementariamente, de los poemas que aparecen en Los mejores poemas mexicanos y no están al mismo tiempo en el Anuario, conviene destacar los de Luigi Amara, Jorge Fernández Granados, Alicia García Bergua, Mario Santiago Papasquiaro (si bien se trata de un poema escrito en 1975 y publicado ya en 1977), Ámbar Past, Blanca Luz Pulido y Víctor Sandoval. No se trata de incurrir en la manía de tarima olímpica o Billboard que rige por desdicha en la cabeza de tantos ejercitadores no de la crítica ni del pensamiento, sino del mandarinismo cultural contemporáneo. Más útil será derivar de aquí, por muy provisional que sea la muestra, una reflexión sobre la poesía mexicana de los últimos tiempos. Y es que, a contrapelo de lo que suele pensarse, no resulta claro que a la poesía mexicana de las últimas décadas la domine ora la tentación del estilo sublime, ora su presunta contraparte, la mal llamada “poesía de la experiencia” (o sea el avatar actual de las poéticas coloquiales del siglo XX). Si alguna dominante hubiera, lo adecuado sería buscarla entre la vocación de apertura —más que de ruptura estética— y el propósito de redondear las obras, de acabarlas en el sentido artesanal de la palabra.

Son muchas las interrogantes que suscitan ambas antologías o retratos de grupo, y no es menester ponerlas todas de manifiesto ni hallarles maniáticamente respuesta por ahora. Mejor es terminar con la doble recomendación de acercarse a los dos libros y buscar, en aquellos puntos donde ambos llegan a cruzarse, que no son pocos, una imagen vívida y presente de la poesía mexicana —escrita ya por mexicanos en México, ya por mexicanos en el extranjero, ya por extranjeros radicados en México, ya en castellano, ya en lenguas indígenas e incluso, gracias a Ramón Xirau, en catalán—, imagen que se hace inteligible gracias a sus limitaciones y que se nos aparece atravesada, más que sólo rodeada, por huecos y por carencias estimulantes. Leer poesía, después de todo, es un constante aprender a orientarse a oscuras, como en la noche de San Juan de la Cruz.




("Dos retratos de grupo" se publicó en Mural, en versión reducida, el 3 de diciembre de 2005. Aquí se publica el artículo en su integridad.)

5 de diciembre de 2005

Luz de Alatorre

Durante una conferencia dictada en junio de 1972, Antonio Alatorre declaró, entre otras cosas, lo siguiente: “Yo diría que un crítico es tanto mejor cuanto más comprensiva o abarcadora es su lectura, cuanto menos unilineal y predeterminada es la dirección de su juicio”. Acaso no esté de más apuntar que ya desde comienzos de la década del 50, y no sólo en México, Alatorre contaba con el respeto de los entendidos en el campo de la filología y los estudios literarios: campo en modo alguno endogámico, habida cuenta de las variadas influencias (de la estilística, de la lingüística estructural, del psicoanálisis, de la fenomenología, del existencialismo, del marxismo) que lo ensancharon a todo lo largo del siglo XX, y en cuya permeabilidad a los aportes de otras disciplinas cabe hallar sin duda un punto a favor del reconocimiento concedido al entonces joven estudioso, autor hoy de Los 1,001 años de la lengua española (1979) y El sueño erótico en la poesía española de los siglos de oro (2003), entre otros libros. Y es que Alatorre, podría decirse, llegó al medio académico para recordarle a críticos y filólogos cuán valioso era lo que ya sabían —o sea los haberes con los que ya contaban, organizados principalmente alrededor de la poética y la retórica clásicas— y hasta qué punto era importante pensárselo dos veces antes de malbaratar el conocimiento literario a los ofrecimientos de la sociología, la psicología o la semiología, en lugar de negociar con ellas en planos de igualdad.

Hoy he vuelto a leer aquella conferencia, “¿Qué es la crítica literaria?”, editada entre sus indispensables Ensayos sobre crítica literaria (1993), y he subrayado tres o cuatro frases que me parecen excepcionalmente valiosas. Alatorre opina, por ejemplo, en un primer esfuerzo de claridad expositiva, que “así como el cuento, el poema, la novela, han convertido en lenguaje la experiencia del autor, así la crítica de ese cuento, de ese poema, de esa novela, convierte en lenguaje la experiencia dejada por su lectura”. Ahora bien, a pesar de su nitidez, el paralelo trazado entre la “experiencia” del autor y la “experiencia” de sus lectores deja sobre la mesa la cuestión de qué podrá ser o a qué deberá llamársele así, experiencia. Será el mismo Alatorre quien, páginas adelante, haga frente al problema: “el crítico está aprendiendo siempre. […] El verdadero crítico habla desde su experiencia; y, como es natural, la experiencia de las obras literarias […] no tiene límite. Hay siempre cosas nuevas que leer, hay siempre nuevas lecturas posibles de obras ya leídas. El que considera la experiencia como una etapa que se concluye […] se está condenando a la fosilización y a la muerte”.

Si la “experiencia de las obras literarias” es una experiencia ilimitada, y si se trata por añadidura de una experiencia mixta o mestiza, de un espacio en el que se cruzan o convergen autores y lectores, bien puede razonarse que no es fácil determinar en dónde se acaba el aporte del poeta y empieza la contribución de su auditorio. Y es ahí, en esa fecunda indistinción entre lectura y escritura, entre creación y recepción, entre recepción y recreación, donde la crítica se vuelve no sólo posible, sino indispensable. “La crítica literaria tiene esto de curioso, esto que la distingue, por ejemplo, de la investigación científica: que en ella (en la crítica literaria) se identifican sujeto y objeto, mientras que en la investigación científica sujeto y objeto están separados”, dice igualmente Alatorre. Y añade a renglón seguido: “El hombre de ciencia puede apresar en sus redes una cosa obviamente distinta de lo que es él como persona; trabaja con lo que no es su yo; puede plantarse frente a ese objeto, rodearlo por todos lados, reconocerlo y delimitarlo. El crítico literario, en cambio, se enfrenta a sí mismo, trabaja con su propia experiencia, con su propio yo”.

Hay veces que no hace falta leer más: basta con distinguir la luz en donde brilla. Luz de la comprensión. Luz del ser comprensivo. Y luz, en particular, del apetito de saber y de saberse otro para el otro. Si tal es el poder de la literatura, tal es también el de la crítica.



("Luz de Alatorre" se publicó ayer, domingo 4 de diciembre de 2005, en Mural.)

30 de noviembre de 2005

Mentiras de verdad

Esta noche se presenta en Guadalajara el espectáculo titulado La verdad de las mentiras. Yo he titubeado, en principio, al escribir aquí la palabra espectáculo. Hace un par de mañanas pensaba todavía que se trataba de una conferencia de Mario Vargas Llosa en torno a su libro llamado así, La verdad de las mentiras. Pero no es el caso, por lo que se ve. Para entenderlo me habría bastado con leer detenidamente la publicidad, en la que Vargas Llosa comparte créditos con Aitana Sánchez-Gijón, actriz, y con Joan Ollé, director de teatro. Y en el cartel no se anuncia La verdad de las mentiras, libro de Mario Vargas Llosa, sino La verdad de las mentiras, puesta en escena con Mario Vargas Llosa. Me tomó algún tiempo comprender el asunto. Sólo puedo añadir en mi descargo que La verdad de las mentiras, el espectáculo teatral, debe ser una especie de pionero en su género. Hasta donde yo sé, nunca se había logrado que un libro de crítica literaria inspirara ninguna clase de show ni que los interesados en verlo pagaran por entrar al foro donde se presentara.

No habiendo aún comprado mi boleto, lo que me parece más adecuado por ahora es releer La verdad de las mentiras, libro que desde la edición original (1989) infaliblemente me resulta, en los acuerdos y en los desacuerdos, apasionante. Además del prólogo, forman esa edición veinticinco ensayos acerca de otras tantas novelas y algún libro de cuentos del siglo XX. Las obras a las que Vargas Llosa dedicó entonces la enjundia que tanto es de agradecérsele, escritas en lenguas diferentes del castellano, no agotarían solas el canon de la narrativa contemporánea pero sí tendrían que figurar en cualquier biblioteca más o menos exigente.

Hazañas ya clásicas de la composición y confrontación de personajes, la maestría estilística y la introspección, de La muerte en Venecia (Mann, 1912) a Herzog (Bellow, 1964), pasando por La señora Dalloway (Woolf, 1925) y Santuario (Faulkner, 1931), por El gatopardo (Lampedusa, 1957) y La casa de las bellas durmientes (Kawabata, 1961), por Dublineses (Joyce, 1914) y Lolita (Nabokov, 1955), estimulaban en aquel volumen la prosa emocionada y eficaz del escritor peruano. Trece años después, la segunda edición (2002) representó un sensible aumento con la incorporación de diez nuevos ensayos y un epílogo que prolonga y complementa el antiguo prólogo. En cuanto a los primeros, cabe decir que al mismo tiempo enriquecen y desfiguran el conjunto. Lo enriquecen porque las obras añadidas van de El corazón de las tinieblas (Conrad, 1902) a Nadja (Breton, 1928), de La condición humana (Malraux, 1933) a El cero y el infinito (Koestler, 1940), esto es: porque las narraciones comentadas en la segunda edición valen tanto como las comentadas en la primera. Pero en cierta forma el plan del volumen se viene abajo con añadidos como el de El reino de este mundo (Carpentier, 1949), sin duda una extraordinaria novela, pero a final de cuentas la única en español de todas, rasgo que la margina del resto y que de golpe vuelve intolerable que Vargas Llosa no hable también de Ficciones (Borges, 1944) o de Reivindicación del conde don Julián (Goytisolo, 1970). En cuanto al epílogo y su relación con el prólogo primitivo, es indispensable señalar cuando menos que se trata de los textos en que Vargas Llosa expone con más denuedo y elocuencia sus ideas a propósito de la novela, del sitio y los oficios de la ficción en el mundo, de la lectura en el contexto de la vida cotidiana.

Sería injusto resumir en tres o cuatro manotazos la estética de Vargas Llosa. Con todo, mi convicción de fondo es que ahí, en el prólogo y en el epílogo a La verdad de las mentiras, en su arbitraria indistinción entre verdad y realidad, entre realidad y representación, entre mentira y ficción, se tornan —a mi modo de ver— insustanciales y caprichosos los argumentos del autor. Y es que las novelas, dígase lo que se diga, no cuentan mentiras. Tampoco habría mentiras que buscar en el Polifemo de Góngora ni en la letra de Octopus’s Garden. En español existe un verbo que designa el acto de hablar o escribir diciendo mentiras. Mentir, según la Real Academia Española, es “decir o manifestar lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa”. Esto significa que, para que algo sea juzgado mentira, primero tendrá que ser acreditado como verdad. Vargas Llosa procede por otra vía: primero achica su concepto de realidad al punto de sólo admitir como real una deprimente revoltura de frustración y rutina, y después enaltece como liberadoras “mentiras” a todas aquellas narraciones que no se limitan a reproducir ni la rutina ni la frustración.

El verbo mentir no tiene antónimo; no existe (no en español, por lo menos) nada semejante a “verdadear”. Ello agrava el problema de aclarar a qué pueda referirse la definición de mentir cuando es cuestión de afirmar “lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa”. En efecto, ¿qué forma puede tener lo contrario de algo cuando ese “algo” es tan vago y escurridizo que no se adhiere a ningún verbo en español, habiendo tantos? Uno puede admitir que la mentira es lo contrario de la verdad. Uno puede admitir que la mentira es plural, que lo correcto es hablar de las mentiras, y que la verdad es una. Pero exigir que se admitan más presupuestos ya sería demasiado. Algo semejante ocurre con las ideas políticas de Vargas Llosa, tan empeñosamente sugeridas en el prólogo y en el epílogo a La verdad de las mentiras. En dicho ideario, la libertad es mencionada con harto mayor frecuencia que las libertades. Y es que, para el vibrante novelista de La ciudad y los perros, la libertad es una y no admite compañía, como la verdad.

Sea como sea, valdrá la pena estar en el debut mexicano de Vargas Llosa en las tablas. Temas importantes de que hablar, y talento con que hacerlo, es evidente que los tiene desde hace décadas. También es obvio que renglones en que disentir con él y razones que rebatirle no escasean cuando se pronuncia.





("Mentiras de verdad" se acaba de publicar hoy en Perfil, suplemento de Mural especializado en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y en las actividades que le son paralelas.)

6 de noviembre de 2005

El escritor escrito

A los críticos, ocasionalmente, les corresponde ser criticados. Los críticos (huelga decirlo) son escritores que tarde o temprano habrán de recoger sus trabajos en libros, y acerca de tales libros podrán escribirse artículos en los que al crítico, en tanto autor, le tocará ocupar el sitio que los demás escritores ocupan en sus propios textos. Esto quiere decir, en el más primario de los niveles, que la tarea del crítico no está exenta de posibles venganzas o ajustes de cuentas ejecutados por quienes antes hayan padecido sus observaciones. Ello, en sí mismo, es poco relevante: nada es más fácil que identificar un mero ajuste de cuentas en donde lo haya, y descalificarlo en consecuencia. En cambio, reconocer que la crítica es literatura susceptible de ser, por su parte, criticada, me parece importante porque demuestra que hacer crítica no equivale nomás a ejercer una labor prescindible y, según esto, subsidiaria de la otra literatura, la grande, la sublime.

Criticar un libro de poemas no es lo mismo que haber escrito un libro de poemas. No es desde luego lo mismo, cabe añadir, pero tampoco es menos. A fines de 2001, el narrador Guillermo Fadanelli reseñó en Letras Libres el entonces nuevo libro de Christopher Domínguez Michael, titulado La sabiduría sin promesa. Domínguez Michael es uno de los más activos, conocidos e influyentes críticos literarios de México: sus reseñas, artículos de opinión, antologías y libros de crónica y biografía suscitan polémicas, reavivan discusiones, tienen con qué incomodar tanto a escritores disidentes como a profesores ortodoxos y abren, en suma, caminos para el estudio y la renovación del juicio estético. Fadanelli, acaso para justificar el supuesto atrevimiento de que un autor de ficciones critique la obra de quien más bien debería criticarlo a él, alega que “la crítica literaria es también una ficción” tras admitir que ignora si existan métodos eficaces para criticar los libros de crítica literaria. Pues bien: dar por sentado que tal crítica es literatura de ficción tanto como los cuentos y las novelas ya es adelantar un método de análisis.

La crítica, en efecto, procede análogamente a la literatura de ficción. Los textos de crítica literaria, como bien señala el propio Fadanelli, operan como “ficciones donde los personajes son escritores que actúan en el escenario de la historia”. La historia, en este contexto, no sólo es el relato de los grandes acontecimientos: es la historia de cada lengua y la historia de las mentalidades, tanto las artísticas como las políticas y las religiosas. En resumen, así como puede cultivarse una crítica de la literatura de creación, o sea de la escritura en el concepto más pobre y extendido en que se le tiene, así también es posible hacer de la escritura un modelo para la crítica y, en última instancia, comprender que también la crítica es escritura y que, al ser un crítico criticado, éste se convierte por extensión en un escritor escrito.



("El escritor escrito" se publicó el día de hoy, domingo 6 de noviembre de 2005, en Mural.)

11 de octubre de 2005

Dos coches

Entre dos coches
acaso mal estacionados, o bien, o no me importa,
paso apenas, ladeándome,
y alcanzo el otro lado de la calle
al alcanzarte a ti, que me llamabas
desde que no había coches, o calles, o no tendría por qué importarnos.

Dos coches. Bien o mal
habrá quien los encienda, los conduzca,
se deje conducir sobre sus ruedas
y llegue aquí, diciéndose: “Llegamos”.
Uno y otro
llegaron tal vez juntos, juntos
habrán salido de la misma casa
o se habrán desprendido, hace un millón de años,
de un mismo hierro primigenio.
Por eso tan reunidos.

Por eso, junto a ti,
sin calle, o sí, o ya no me importa,
espero que no dejes de llamarme.



("Dos coches" apareció en el número 32 del suplemento Fronda, correspondiente al 13 de agosto de 2005, y en el número 2 de la revista La Manzana, de septiembre de 2005.)

3 de octubre de 2005

Auctor damnatus

T. S. Eliot escribió en 1961, cuando la Europa que lo acogió desde la segunda década del siglo XX parecía levantarse por fin sobre la desolación moral y artística de la posguerra, esa Europa que después de todo llegó a mostrarse capaz de simpatizar con los idearios reformistas y conciliadores de Juan XXIII o de Willy Brandt, que “la crítica literaria […] es una actividad instintiva de la mente civilizada”. No puedo precisar hasta qué punto fuese irónica la mezcla de instinto y civilización que burbujeaba entonces en los matraces del estupendo Eliot, poeta mayor y ensayista que no sólo a versificadores y literatos de ahora convendría releer a fondo, sino a personas con algún propósito de cordura en general. Como quiera que sea, la “mente civilizada” por la que apostaba el escritor norteamericano, inglés por decisión propia, no pienso que fuera por aquellas fechas ninguna conquista indiscutible de la cultura occidental ni mucho menos. Por el contrario, acaso las peores actividades instintivas del ser humano (la segregación, la más irracional de las desconfianzas, las fobias religiosas y partidistas y, grosso modo, la impaciencia ideológica traducida en violencia de palabra o física) tenían poco de haber sido vistas corriendo a sus anchas por el llamado Viejo Continente.

Hace considerablemente menos tiempo, cuando yo era estudiante de francés y tenía el hábito paralelo de recorrer incomprensibles librerías de viejo, di al azar con un libro editado en París en 1932 que llamó de inmediato mi atención. Me refiero a Romans à lire et romans à proscrire, del abad Louis Bethleem, o sea Luis Belén, volumen cuyo título significa “Novelas que deben leerse y novelas que deben prohibirse”. No se trata de ninguna obra cuyo género haya inventado el honesto abad; antes bien, se trata de un index o catálogo expurgatorio en la más pura tradición vaticana y totalitaria, y a mí me ha servido muchas veces como diccionario de autores de aquella época y aquellas latitudes y como lectura humorística, según el caso. Pequeña en cuanto al formato, gruesa en cuanto al número de páginas (poco más de seiscientas) y voraz en cuanto al hambre de justicia terrestre y extraterrestre, la valiente cruzada crítica de Luis Belén se compone de seis episodios o capítulos. En el primero se ofrece un resumen del index oficial vigente por entonces; en el segundo (el mejor de todos) las armas de la decencia pulverizan a Proust, Mann, Joyce y demás pecadores de buena pluma y horribles pensamientos que, no habiendo pasado aún bajo el arco de la prohibición del Vaticano, tuvieron que conformarse con desfilar al ritmo que les marcara el abad Belén, portero implacable de los infiernos literarios.

Una vez, en Puebla, en la que fuera biblioteca del obispo virreinal Juan de Palafox y Mendoza, visité una bella exposición: Auctor damnatus. Y es que tal era el membrete con que se adornaban los nombres de los escritores proscritos en tiempos y tierras de supremacía papal, y tal era el tema de la muestra. Por lo regular, dichos autores no alcanzaban a disfrutar del raro privilegio de verse así condecorados en los párrafos del index: más bien se les perseguía, interrogaba, condenaba y, en casos de santa ira no extinguible, quemaba en presencia o en ausencia con tantos ejemplares como hubieran llegado a reunirse de su libro maldito. Pues bien: con venerable modestia, el objetivo del abad Luis Belén era, en 1932, el de contribuir con su propio index a la formación de las conciencias cristianas. Yo me conmuevo con su empeño y lo entiendo como un gran ejemplo de la crítica literaria ejercida como “actividad instintiva de la mente civilizada”. Eliot (que conste) dixit.



("Auctor damnatus" apareció ayer, domingo 2 de octubre de 2005, en Mural.)

12 de septiembre de 2005

La disyuntiva

Entre la soledad
y estar solo,
escojo lo segundo.
Lo mismo entre la dicha
y ser dichoso:
lo segundo.
Entre los años y los días,
lo segundo. Entre mi nombre
y tú al decirlo.

Hay quien me ve llegar
con paso lento
y escoger lo segundo,
lo que viene detrás, de peor es nada;
me ve con piedad intransigente,
con lástima implacable
de cazador apenado por su presa.
Yo recojo los restos,
hago con ellos un sombrero, una corbata,
y saludo a la usanza cavernícola.

Entre la espera y lo esperado,
lo segundo.
Entre los puntos
y las comas.
Entre los ya
y los todavía.



("La disyuntiva" se publicó en el número 4 de la revista Reverso, julio-septiembre de 2004. Además, el programa radiofónico Señales de Humo, de Radio Universidad de Guadalajara, transmitió la semana pasada éste y otros poemas míos. Aprovecho ambos pretextos para publicarlo ahora en este blog y, sobre todo, para ver de nuevo el precioso cuadro del personaje solitario en Palavas-les-Flots de Gustave Courbet.)

5 de septiembre de 2005

Pantalla dividida

Ya es clásico el ensayo de Tzvetan Todorov (está en su Poética de la prosa) en el que se demuestra que los cuentos policiales, en rigor, son la combinación de dos historias: por un lado, “la historia del crimen” y, por el otro, “la historia de la investigación”. No es ningún secreto que los verdaderos protagonistas de tales relatos no son los criminales, por más que a veces aparenten serlo, ni mucho menos las víctimas. El aprendizaje al que van accediendo los detectives o investigadores, además de conducirlos al entendimiento del problema que intentan resolver, también los ratifica en el rol preponderante que les toca desempeñar. Los procesos complementarios del conocimiento y de la comprensión alimentan, como si del núcleo de una célula se tratara, el vivo centro motor de los enigmas clásicos de la ficción policial (Poe, Chesterton, Conan Doyle, Christie) así como las turbias raíces, no tan cerebrales como viscerales, de la llamada novela negra (Hammett, Chandler, Highsmith). Por este motivo, concluye Todorov, la especie narrativa en cuestión es una forma de Bildungsroman, una variante más bien sórdida de la novela de aprendizaje, y los mecanismos que la gobiernan son de carácter especular, puesto que las dos historias que se narran en su interior parecen estar continuamente reflejándose la una en la otra y explicándose la una por la otra.

La crítica literaria, dado lo anterior, es afín (o cuando menos comparable) al cuento policial. También escribir un texto crítico es “contar” simultáneamente dos “historias”: la de la obra estudiada y la del procedimiento según el cual ha sido posible analizarla. Criticar, por ejemplo, un libro de Juan José Arreola o de Carlos Martínez Rivas, implica describir y, aunque sea en parte, citar o parafrasear algunos de sus pasajes. Por efecto de la descripción, la cita y la paráfrasis, las obras de Martínez Rivas o Arreola entrarán en el discurso del crítico y lo propulsarán y justificarán en su propio desarrollo. Habiendo sintetizado la forma y realzado algunas de las partes del texto literario estudiado, el crítico se hará cargo a continuación de tejer la urdimbre y la trama de sus propias ideas, de sus propias intuiciones, de sus propios edificios de intelección y de sus propias lagunas de incomprensión (lagunas, estas últimas, que se presentarán siempre, dado que un solo estudioso no basta ni ha bastado nunca para identificar y absorber todos los nutrientes del bocado poético). Es así como, al ir acercándose a la más honda, elocuente y, en esencia, numerosa significación de la obra leída, el crítico irá descubriendo en paralelo una segunda (y también honda, elocuente, numerosa) significación: la de su identidad personal en tanto crítico, es decir: la significación de su palabra, de la palabra que lo caracteriza, erigida en función de otra palabra y, sin embargo, no menos íntima, no menos artística ni menos valedera que aquélla que le dio razones para existir.

El recurso cinematográfico de la pantalla dividida o split screen (utilizado, sí, en películas recientes como Boogie Nights, de Paul Thomas Anderson, o Réquiem por un sueño, de Darren Aronofsky, pero también en las típicas escenas de llamadas por teléfono en las que ambos interlocutores figuran en el cuadro, cada uno en su casa, caseta u oficina) tiene igualmente analogías con la crítica literaria: en ésta, el crítico se diría que aparece dialogando con las obras criticadas; y la proyección final resulta del montaje o yuxtaposición de dos imágenes autónomas e independientes, pero al fin dispuestas a coordinarse, como la historia de un crimen y el relato de la investigación con la que se pretende resolverlo.



("Pantalla dividida" se publicó ayer, domingo 4 de septiembre, en Mural.)

10 de agosto de 2005

Señas particulares

Entender la crítica literaria como un oficio contemporáneo implica ciertas dificultades. Imaginarse a un taxista con su taxi, a un peluquero con sus navajas y tijeras, a un doctor con su bata y su estetoscopio, a un pescador con su red, a un campesino con su tractor o a una primera dama con su traje de Chanel es relativamente sencillo: casi todo el mundo ha interiorizado los mismos estereotipos y responde con la misma seguridad cuando se le pide que identifique por su modus vivendi a un payaso, un enfermero y un futbolista retratados con sus correspondientes indumentarias laborales. Incluso menudean las bromas a este respecto, y es común oír que tal o cual profesor tiene pinta de agente de seguros, que la pintora Fulana es indistinguible del señor que le despacha los garrafones de agua o que a muchos presidentes municipales y diputados les agarró una maña de vestirse como jaraneros veracruzanos. Hasta los poetas y los narradores parecen comprarse donde mismo sus tristes playeritas, o afiliarse a lo sumo a uno de dos equipos: el de los chalecos y las boinas o el de las camisas de botadero. Cada oficio permite, por así decirlo, su propia sátira; y elaborar dicha sátira es posible nomás cuando ha llegado a entenderse —bien o mal, pero entenderse al fin— aquello de lo que se hace la burla.

Al crítico literario, en cambio, no se le suelen atribuir (ni, por lo tanto, asignar) señas distintivas de ninguna clase. Y no porque se le considere tan importante que nadie tenga la osadía de sintetizar los rasgos de su aspecto ni de caricaturizarlo, sino al contrario: el oficio del crítico literario es invisible, y el crítico mismo lo es en consecuencia, por su pobre o nula significación social. En vista de aquello a lo que hoy en día se da el nombre de crítica literaria, un crítico a lo más que puede aspirar es a parecer periodista y ser confundido con algún redactor o reportero de la prensa. Lo cual no es malo ni bueno, pero sí determinante llegada la hora de identificar o caricaturizar al crítico, que será metido en el cajón global de los cronistas y columnistas de los medios impresos. Cuando, por ejemplo, el crítico Javier Goñi (de Babelia) dice que Rubén Darío era guatemalteco, y que Guatemala es “tierra de poetas […] y de escritores”, la doble pifia que comete —ignorar que Darío era nicaragüense, o bien desconocer que Guatemala y Nicaragua son países distintos, por un lado, y separar sin más ni más a los poetas del conjunto de los escritores, por el otro— se puede agregar después de todo a la extensísima lista de los errores y apresuramientos del periodismo en general. Discutir con Goñi acerca de si en verdad algunas tierras lo son de poetas y escritores y otras no, por decir algo, acaba resultando (por la fuerza de las cosas) menos urgente que señalar sus distracciones más abultadas.

En mi opinión, si la crítica literaria no admite ser caracterizada ni entendida como tantos otros oficios, la razón está en que la crítica en sí misma es, menos que un oficio concreto, un talante, una perspectiva desde la cual muchos oficios pueden ser ejercidos. Contrariamente a lo que se piensa, escribir crítica literaria no significa escribir ninguna clase de texto en particular. Escribir poesía implica escribir poemas; en cambio, escribir crítica no implica escribir ensayos ni reseñas bibliográficas. La crítica no es un género literario. La crítica es energía, no materia. Fuerza de influencia y límites imprecisos, que puede ser encauzada lo mismo en las formas del artículo y el ensayo que, como en el Quijote o en ciertas páginas de Borges, en las de la prosa narrativa o de la poesía, la crítica es, más que un modus vivendi, un verdadero estilo de vida.



("Señas particulares" apareció en Mural el domingo 7 de agosto de 2005.)

18 de julio de 2005

¿A qué se arriesgan las poéticas de riesgo?

para Daniel Téllez


Es hábito común de nuestros días —por lo menos en México y, todavía mejor, en ciertos medios literarios— ensalzar o denostar las denominadas poéticas de riesgo. Yo soy de la opinión que las ideas y prácticas estéticas de la modernidad consienten que se hable de los riesgos, no así de las poéticas. No, por lo menos, en el sentido voraz, programático y a fin de cuentas pandillero del poeta que, ante la vergüenza o pudor de proclamarse a sí mismo, proclama su poética: voraz, porque todo poeta que manifiesta su poética no hace más que salivar ante un bocado que no conseguirá tragarse, por mucho que lo intente; programático, porque la triste acepción en boga de la palabra poética encubre apenas la noción de programa, y es un hecho que ninguno de los mayores textos líricos de nuestra era debe su calidad al programa o convicción o presupuesto ideológico que lo haya respaldado; pandillero, en fin, porque las poéticas, en la práctica, no tienen tanta cabida en el espacio de las argumentaciones literarias como en el de las banderas, camisetas y pequeños uniformes (con sus correspondientes rivalidades y enemistades) de la llamada república de las letras, y esto porque sirven para trazar con énfasis aquellas fronteras, afinidades y repudios que los poemas no añoran establecer por cuenta propia.

Sin embargo, lo que intento con estos párrafos no es presentar únicamente mi opinión —que podrá ser ignorada o rebatida o respaldada por quien así lo decida— sino reflexionar acerca de las ya mencionadas poéticas de riesgo y, con tal de no incurrir en vaguedades, acerca de la poesía experimental y de los usos y abusos conceptuales que han podido conducir a la unión del sustantivo poesía con el adjetivo experimental. No equiparo las poéticas de riesgo, sean lo que sean, con la poesía experimental; entiendo que no todas las poéticas de riesgo ponen a la obra métodos o maneras experimentales de composición; conjeturo, por último, que la poesía experimental es una de tantas poéticas de riesgo. Creo que al exponerme a que me desmientan desde un principio estoy incurriendo yo mismo en un riesgo que me aparta de toda sospecha: no avalo ni rechazo a priori tales poéticas, como no aplaudo ni repruebo por adelantado a los poetas que las encarnan o promueven.

Para empezar, admito que nunca he llegado a saber, cuando se habla de poesía experimental, de qué se habla en la práctica. ¿Se trata de poemas compuestos, por así decirlo, en laboratorios? ¿Se trata, sin más, de poesía no convencional, aventurera y aventurada? ¿Se trata de poesía “nueva”, esto es: de avanzada o vanguardia? ¿Se trata de poesía compuesta en la estela o eco del simbolismo, el futurismo, el surrealismo, el ultraísmo, la poesía caligráfica, la poesía concreta, la poesía sonora o el objetivismo, esto es: tras la huella de las vanguardias históricas europeas, estadounidenses o latinoamericanas? Dejo por ahora estas preguntas en su mera formulación.

Alguna vez leí que Marcel Proust, cuando apenas trataba de plantearse y dejar sentadas las bases de lo que sería con los años la Recherche, declaró más o menos lo siguiente (cito, pues, de memoria): “Intento hacer una demostración; cuál será el género literario que me servirá para conseguirlo es algo que todavía no se me revela”. Creo que la declaración de Proust basta para explicar a qué hago referencia cuando pregunto si la poesía experimental es una especie de literatura de laboratorio: literatura demostrativa, no apoyada en el tradicional deber impuesto al escritor de “cantar” o de “contar una historia”, sino en las intuiciones previas del artista y en la obligación consigo mismo de mostrar y demostrar —mostrándoselo y demostrándoselo— a dónde llevan dichas intuiciones y por qué la visión del mundo que las fundamenta es preferible a otras eventuales cosmovisiones.

Desde luego, el propósito así descrito de Proust lo desmarca de otros muchos escritores no sólo de su época, sino de cualquier época: lo distingue, sin ir demasiado lejos, de novelistas en la línea de Forster, partidarios de ajustarse —o de fingir, casi siempre a posteriori, que se ajustan— a códigos, decálogos y demás regulaciones deontológicas encaminadas a garantizar que las novelas no sean otra cosa que novelas y, por extensión, que los poemas no sean otra cosa que poemas, los cuentos no sean otra cosa que cuentos y las recetas de cocina sean eso, recetas de cocina. Pero no es tanto en la intención o propósito de Proust donde se hallan elementos para sostener que la Recherche, después de todo, es una novela (y una de las mayores jamás escritas); no es tanto ahí, digo, como en la recepción de su obra y, en general, en la percepción de sus lectores, quienes por fuerza deben comparar la obra innovadora —para entender mejor sus alcances— con obras anteriores que se le parezcan o la prefiguren, de tal suerte que la novela de Proust acaba siendo eso, una novela, por mucho que supere a las novelas previas de su tradición.

En la concepción esquemática y pobre que yo —no sufro al admitirlo— puedo tener del trabajo científico de laboratorio, la restricción de las normas y la introducción de variables, esto es: la observancia de los protocolos de investigación y la calculada modificación de los factores que vertebran los experimentos, amén de la repetición obligatoria de los procesos en que haya consistido la operación y la corroboración del resultado, son componentes fundamentales. No es difícil mostrar, dado lo anterior, que la poesía experimental puede ser cualquier cosa excepto poesía de laboratorio, y que si acaso pudiera calificarse de “aventurera y aventurada” (como en la segunda de mis preguntas) estaría precisamente ajustándose a procedimientos contrarios a los de la investigación científica. En efecto, el procedimiento científico puede contener un punto de aventura en la formulación de las hipótesis pero no en la ejecución y ratificación de las pruebas. La sospecha o intuición primordial de Proust, con ello, puede asemejarse a las hipótesis todavía sin demostrar de una investigación científica, pero la demostración del escritor —nada más por el hecho de ser, en sentido estricto, irrepetible— no es afín a los experimentos de la química, la física o la biología. En todo caso, valdría la pena sospechar que un poema, lejos de ser la investigación de un fenómeno y más lejos aún de parecerse a la ratificación de un protocolo exitoso, es algo así como la formulación de una hipótesis indemostrable y autosuficiente al mismo tiempo, una pregunta que no exige ser contestada porque las formas en que ha sido dicha le bastan para conocerse y asumirse como pregunta, no como simple aspiración a una respuesta satisfactoria.

¿Se habla de poesía experimental para no tener que decirle poesía revolucionaria o poesía innovadora? La expresión “poesía experimental”, ese sustantivo junto a ese adjetivo, ¿es nada más un sinónimo de “poesía de vanguardia”? Hoy en día es un hecho que tanto la teoría de la literatura como la propia literatura se han valido muchas veces de un lenguaje con sonoridades técnicas o científicas (en el imaginario no especializado, como en la lucha libre, lo científico es apenas el nombre opulento de lo técnico) al ir en busca de novedad y, sobre todo, de credibilidad. El adjetivo experimental, en este sentido, es una huella, un rastro inocente: la marca de un propósito innovador que, al intentar separarse de ciertos repertorios verbales despreciados, ha desembocado a la larga en un mero voluntarismo pseudocientífico, es decir: en un anhelo de renovación teñido de cientificismo a distancia.

No es menos contradictoria la situación de las vanguardias históricas, esto es: de los movimientos literarios que históricamente se llamaron vanguardias. En cierta forma, el adjetivo históricas niega el peso del sustantivo vanguardias, dado que subrayar la condición que una circunstancia o un acontecimiento tienen de históricos implica subrayar también que, si no forman ya parte del pasado, en todo caso lo harán de un momento a otro. Por esta razón, la llamada poesía experimental debe apostar (si aspira de verdad a ser consciente de sí misma) por una de dos posibilidades: o bien es poesía de ruptura y de avanzada, o bien es poesía compuesta en la tradición de las vanguardias históricas, esto es: poesía tradicional stricto sensu. Hoy por hoy, me parece imposible —no lo escondo— lograr que ambas posibilidades congenien.

Importantes poemas latinoamericanos de las últimas décadas —pienso en Carroña última forma de Leónidas Lamborghini, en Galaxias de Haroldo de Campos, en Purgatorio de Raúl Zurita— se dejarían leer no sé si perfecta o superficialmente como piezas de poesía experimental. Perfecta o superficialmente, digo, porque al tiempo que son obras de incuestionable afán renovador, atentas al vacío que van abriéndose delante por energía y esfuerzo propios, también son obras convencionales, así sea en proporciones microscópicas. Y es obvio que apegarse a determinadas convenciones mitiga en dichos poemas la dimensión experimental, entendida esta última como apuesta por la innovación y la búsqueda. No es imposible ni es inútil postular vínculos entre César Vallejo y Lamborghini, por ejemplo. Tampoco estaría de más leer en paralelo Galaxias (1984) y un libro muy anterior: Never ever (1935), de Salvador Novo. La irrupción de Zurita en el universo poético de lengua española bien se podría leer dentro de un contexto en el que habían ya “sucedido” libros como Así se fundó Carnaby Street (1970), de Leopoldo Maria Panero, y Mortaja (1970), de José-Miguel Ullán.

En síntesis, creo que al hablar de poesía experimental no está de más recordar que la palabra experimental no debe pesar en la expresión más que la palabra poesía. Decidir, pues, que un texto dado es obra de poesía experimental implica ver en él cualidades de poema. Y ver en un texto cualidades de poema es lo mismo que verlo dentro de una tradición y, por lo tanto, reconocer en él ciertos parecidos —notorios o minúsculos— con algunos de los poemas que lo han precedido. Es en esta medida como incluso el más revolucionario de los poemas tiene componentes de normalidad o, si se prefiere, un lado convencional, un borde que le impide hacerse definitivamente inasible.

De suponer en verdad algún riesgo, las poéticas o declaraciones de fe más bien arrogantes que uno debe llamar neovanguardistas o postvanguardistas o transmodernas o transvanguardistas, dependiendo del humor de sus teóricos, deberían ser capaces de mostrar qué riesgos corren quienes las representan y publicitan. Suele ocurrir, sin embargo, que la existencia y razón de ser de tales poéticas aparezca, en antologías y ensayos de teoría, como una evidencia incuestionable que ya no hace falta demostrar o como un hecho del que toda persona con sentido común puede rendir testimonio. Pero es difícil tolerar que los datos del sentido común, que son eso: informaciones comunes, legitimen algo que de suyo aspira no a ser común, sino peculiar. Ese “algo” es el presunto riesgo de las poéticas así apellidadas: de riesgo. Con lo que resulta que, si algún riesgo corren las poéticas de riesgo (y, entre todas ellas, la poesía experimental), ese riesgo es el de no distinguirse ni descollar entre la odiada masa de las poéticas que no han corrido nunca riesgo alguno.



("¿A qué se arriesgan las poéticas de riesgo?" acaba de ser publicado en el número de julio-agosto de la revista virtual México Volitivo. El señor de la foto, por otro lado, es el poeta y narrador argentino Leónidas Lamborghini.)

11 de julio de 2005

¿Quién dijo crítica?

Si escribir poesía en los tiempos que corren es algo impopular y anacrónico, escribir crítica de poesía es incurrir de lleno en la extravagancia y el despropósito. Yo casi diría que hacer crítica en general, y no sólo crítica de poesía, es atentar contra la normalidad psicológica motu proprio en el mejor de los casos y blasfemar contra el Universo en el peor de todos ellos. Etimológicamente, criticar algo es ponerlo en crisis. Analizar un texto, por otro lado, es despedazarlo, desmenuzarlo, disolverlo. Analizar y criticar, dado lo anterior, son comportamientos antisociales, ya que no hay manera de separar sus respectivas esencias de la disgregación y el desorden que les resultan intrínsecos. El que analiza y critica lo hace porque sospecha que tras el acomodo “natural” de los versos, las frases, las estrofas, los párrafos, los poemas, los cuentos, las novelas o los ensayos que ha leído se oculta una significación mucho más amplia que la significación revelada en su primera lectura. Ejercer el arte de la crítica literaria, en efecto, es desordenar y disgregar los elementos de un texto (desordenar y disgregar el texto mismo, en suma) para congregarlos y ordenarlos después, volviéndolos objeto y razón de ser de un segundo texto que deberá exponerlos y juzgarlos. Dicho “segundo texto” es el texto crítico, desde luego.

Ahora bien, ¿cómo defender el ejercicio de la crítica sabiendo que se trata de una disciplina más bien destructiva (o desestabilizadora, en todo caso)? Recuérdese que la palabra Satán quiere decir Adversario. Obsérvese después que, si bien el crítico respeta en principio el orden y fijeza original de los textos literarios, no tarda nada en desconfiar de tales fijeza y orden y procede por consiguiente a interrogarlos y desmontarlos, esto es: a interrogarlos desmontándolos y a desmontarlos interrogándolos. Razónese, por último, que desmontar pieza por pieza un texto cuya escritura lo había conducido precisamente a un orden es tanto como desarmar un aparato de radio en busca de las personas cuyas voces pueden oírse al encenderlo. Y el que desarma el radio es, a primera vista, su enemigo. Con lo cual, desintegrar un texto literario en busca de sus más altos y más profundos contenidos es, también a primera vista, obrar en perjuicio del texto en cuestión y delatarse como enemigo suyo. Desintegrar un texto literario es actuar como el temido Satán, y defender una especie de crítica disolvente que sólo exista como destrucción de las obras criticadas vale tanto como ser el famoso abogado del Diablo.

Creo que nadie negaría que desarmar a tontas y a locas un aparato de radio es ir en contra de su naturaleza y, por lo tanto, en contra de las funciones que dicho aparato debe cumplir en la mayoría de los casos. Por el contrario, desarmarlo para entender mejor su funcionamiento es una forma de honrarlo. Estudiar bien un texto literario, criticarlo bien, es a fin de cuentas devolverlo a su forma original habiéndolo estimulado por dentro, es decir: habiéndolo despertado sin otro expediente que fomentar la operación de cada una de sus glándulas interiores. He aquí el punto en que se vuelve meritorio defender a la crítica literaria: el que desarma un radio es, a primera vista, enemigo del aparato y de su funcionamiento. Pero sólo a primera vista. El que desarma un radio para entenderlo sabe que no está desactivando el arquetipo: sabe que no está poniendo en riesgo los demás radios ni el oficio de quienes los fabrican, y que si al término de sus pesquisas no ha conseguido armar de nuevo el aparato, alguien con más experiencia lo podrá guiar en un segundo esfuerzo por devolver el receptor a su armonía perdida. El que analiza y el que desarma, como el que duda y el que critica, son héroes modestos de la curiosidad y el deseo de saber: héroes con escasísimas probabilidades de ser aplaudidos como tales.

Para ciertas gentes, hablar de crítica literaria es referirse a una de las muchas formas del periodismo, cuando no de la publicidad. Yo no soy enemigo de la publicidad y es obvio que tampoco lo soy del periodismo. Pero la crítica literaria, que no se reduce a la investigación académica especializada, tampoco debe limitarse a la producción de reseñas en serie ni al voceo de novedades editoriales. Si la crítica tiene algún futuro, lo tiene —como todas las artes— más allá de las modas y los aspavientos.



("¿Quién dijo crítica?" se publicó el 2 de julio pasado en Mural. Por otro lado, la ilustración de la que me sirvo aquí es un cuadro de Emanuela Ligal titulado "Crítico de arte".)

6 de junio de 2005

Moral pirata

Desde hace algunos meses, quienes tenemos la costumbre o vicio de ir al cine debemos padecer, al menos en Multicinemas y Cinépolis, que se proyecten al comienzo de la función dos cortometrajes que no sé si clasificar entre los propagandísticos o entre los de publicidad comercial. En el primero que mi esposa y un servidor tuvimos la desdicha de tragarnos, un señor ve la televisión en compañía de una niña y tiene con ella, palabras más, palabras menos, este diálogo edificante:

—Papi, ¿por qué la película se ve tan mal?

—Porque la compré en la calle.

—¿Y por qué la compraste en la calle?

—Porque así es más barato.

—¿Y por qué así es más barato?

—Porque el señor que las vende las graba en su casa.

—¿Y por qué las graba en su casa?

—Porque no quiere que nadie lo vea.

—¿Y por qué no quiere que nadie lo vea?

El papá, que se ha ido poniendo cada vez más nerviosito con el inocente asedio judicial de la criatura, da por terminado el ping-pong con esta especie de aceptación de culpa que también es un dictamen y, en su caso, una toma de conciencia:

—Porque lo que hace está mal… y se ve mal.

—¿Como la película?

—Sí, como la película.

Lo mejor del bien es que, una vez que alguien se decide a practicarlo, todo a su alrededor se impregna de sensatez y de cordura. No me detendré por ahora en el otro corto sobre la piratería que, como ya he dicho, somos precisamente los asiduos al cine comercial quienes más hemos tenido que sufrir (y es que, por obra de una tenaz regla matemática, entre más alta sea la frecuencia de nuestras idas al cine, más alto será también el consumo que hagamos de tales pildoritas de moralina y sospechosa buena fe). Me quedo por ahora con este señor, moreno y con barba de candado, y con su hijita, rubia y desdentada, esto es: presa de la maldad, sucio el primero, y todavía pura, incontaminada, incapaz de morder la segunda, según el vocabulario universal de la imagen. Es más: me limito a formular apenas tres o cuatro preguntas quizá molestas, pero no impertinentes.

La primera ya fue insinuada párrafos atrás: ¿por qué los clientes de un cine comercial, es decir: las personas que salimos de nuestras casas para ir a ver películas y pagamos por hacerlo con todas las de la ley, tenemos que prestarle ojos y oídos a esos dos cortos audiovisuales en los que, digámoslo de una vez, los adultos aficionados al “séptimo arte” somos presentados como interesados promotores de la piratería? La segunda pregunta, en principio, se puede interpretar como una mera broma: ¿por qué, si el comerciante clandestino de películas tiene la precaución de grabarlas en su casa “para que nadie lo vea”, el señor del corto revela con tanta seguridad cómo se dan las cosas? Lo diré de otro modo: si hasta el señor del corto sabe dónde se venden las películas clonadas y quién las graba, ¿por qué los promotores de la campaña no concentran sus energías en denunciar el delito en sí en lugar de acosar al cinéfilo promedio que, lejos de comprar, digamos, el Episodio III de La guerra de las galaxias en el mercado de San Juan de Dios, paga cuarenta y tantos pesos por verla una sola vez en el cine?

Por lo demás, y en la medida que las campañas contra la piratería nos vienen de los Estados Unidos en línea directa, ya que allá es donde tienen sede las compañías que producen y distribuyen casi todos los filmes, incluso los mexicanos, ¿no serán culpables de traficar con una moral pirata los mismísimos enemigos mexicanos de la piratería, ya que no hacen más que repetir endebles patrones de conducta —interesados no en el bien común, sino en el beneficio financiero de unas pocas billeteras— irreflexivamente y sacándole provecho?



("Moral pirata" se publicó ayer, domingo 5 de junio, en Mural.)

27 de mayo de 2005

Árbol

En octubre de 1997, Alfaguara publicó un libro que ya desde su cubierta resultaba excepcional, cuando no decididamente anómalo. Del autor, singular o plural, no se declaraba el nombre. Su título reproducía el de aquella narración que Cervantes no llegó a terminar, pero que sí anunció al final de su vida: Las semanas del jardín. Los derechos de autor, así como los créditos de la portada y la portadilla, eran propiedad colectiva de “un círculo de lectores” que tuvo la ocurrencia de inventar a un novelista que, de forma literal, daría la cara por todos y cada uno de sus miembros.

La cubierta de Las semanas del jardín, en efecto, presenta la imagen fotográfica de una cigüeña en primer plano y, un poco atrás, acuclillado en la sombra, un personaje —la denominación es justa y no debe suponer denigración alguna— que muchos lectores habrán identificado con Juan Goytisolo. El texto de la primera solapa, dando apenas la vuelta, es (con ligerísimas variantes) el del penúltimo capítulo de la novela, de admitirse que se trata de una novela. El relato de Las semanas del jardín, variado y fragmentario, da cuenta de una búsqueda y una reconstrucción: los veintiocho narradores y lectores del “círculo” andan en pos de un poeta desaparecido, acaso quimérico, del que se tienen sólo unas cuantas informaciones que parecen más bien rumores. La solapa de la novela, por su parte, implica otra invención, o la invención de otra persona, pero deja entender aquel mismo procedimiento multiforme:
El Círculo de Lectores del Poeta, antes de dispersarse, inventó un autor. Después de prolongadas discusiones en las que sus miembros lucieron vastos conocimientos etimológicos, históricos y lingüísticos, forjaron un apellido ibero-eusquera un tanto estrambótico, Goitisolo, Goitizolo, Goytisolo —finalmente se impuso el último—, le antepusieron un Juan —¿Lanas, Sin Tierra, Bautista, Evangelista?—, le concedieron fecha y lugar de nacimiento —1931, año de la República, y Barcelona, la ciudad elegida por sorteo—, escribieron una biografía apócrifa y le achacaron la autoría —¿o fechoría?— de una treintena de libros. En el momento de la despedida, cuando estaban ya hartos de la ficción de aquellas semanas en el jardín y suspiraban por volver a sus hogares y familias, le compusieron un rostro con distintas imágenes en un astuto montaje en sobreimpresión y lo pegaron, para rizar el rizo, como un monigote, en esta solapa.

Ya se ve que los datos, aunque sucintos, repiten o reorganizan los de cualquier solapa editorial. Trasladarlos al espacio de la ficción, con todo, es tanto como transformarlos o imaginarlos enteramente. Un simple Juan puede ser muchos: el Bautista o Juan Lanas. Un apellido, Goytisolo, es —por así decirlo— desestabilizado por el solo contacto de sus posibilidades ortográficas o etimológicas: Goitisolo, Goitizolo… Una fecha natal es también un símbolo (en 1931 fue constituida la Segunda República española) y el nombre de una ciudad lo es de modo complementario (la derrota de Barcelona en 1939 significó el término de la Guerra Civil, colapso de aquel florecimiento republicano).

La biografía “verdadera” del “auténtico” Juan Goytisolo es la misma de su gemelo novelesco y es quizá diferente. Nacido en Barcelona en 1931, Juan Goytisolo es autor de “una treintena de libros”, algunos de los cuales figuran —muchas veces contra la voluntad arcaica y miserable de críticos y profesores— entre los mejores de una literatura y, mejor aún, de una lengua: la castellana. Se trata, para decirlo en pocas líneas, de libros ora críticos, ora narrativos, ora críticos y narrativos a un tiempo. Las novelas que Juan Goytisolo ha escrito desde 1970, pasada una primera época de vocación realista y literariamente convencional, son ejercicios de relectura penetrante (de Góngora en Reivindicación del conde don Julián, del Arcipreste de Hita en Makbara, de San Juan de la Cruz y la mística sufí en Las virtudes del pájaro solitario y siempre de Cervantes) y amalgamas de humor, introspección e investigación verbal. Sus textos autobiográficos, Coto vedado y En los reinos de taifa, combinan de modo apasionante la genealogía, la formación artística, la experiencia familiar y las diferentes condiciones de una perspectiva sexual, política y estética disidente. Por último, sus libros de artículos y conferencias, de crónicas y ensayos, documentan la imagen de un lector, un polemista y un viajero infatigable, preciso, agresivo y original.

Entre novelas, textos autobiográficos, editoriales políticos, crónicas de viaje y ensayos literarios, la obra de Goytisolo se ramifica y se hace una: se ramifica en dirección ascendente, al diversificarse, y se hace una en dirección descendente, al provenir toda de una misma raíz honda y provechosa. Existe un libro de 1995 al que Goytisolo tituló El bosque de las letras; se trata de un compendio de artículos y ensayos en cuya introducción el autor formuló con acierto la metáfora de la literatura como árbol. Conviene releer algunos de aquellos renglones:
El escritor aferrado al valor de la palabra, consciente de ser una rama, prolongación o injerto del árbol de la literatura, debe defender con uñas y dientes el derecho inalienable de la escritura a ser escritura. La busca del tronco y las raíces del árbol —de lo que el poeta José Ángel Valente denomina palabras sustanciales— es un combate de supervivencia: como el de esas plantas del desierto cuyos rizomas saben abrirse paso en el suelo ingrato en el que las superficiales mueren hasta calar en las zonas más hondas y dar con la veta que las alimenta. En medio de la brevedad ruidosa y existencia efímera de la producción editorial de consumo instantáneo, el escritor fiel al árbol aceptará con modestia, pero también con orgullo, el reto de la dificultad e incluso del hermetismo como una opción personal de resistencia.

Aferrarse, tomar conciencia, defender, buscar, combatir, abrirse paso en un suelo inhóspito, calar, aceptar el reto de la dificultad, resistir: ¿aptitudes del árbol y sus ramas o deberes del escritor y su trabajo? En la concepción particular de Goytisolo, el escritor debe comprenderse a sí mismo como una de las tantas ramas de un árbol —el árbol de la literatura como tradición viva— que sólo podrá robustecerse, florecer y dar frutos en la medida que renueve y ahonde sus vínculos con la raíz que lo sostiene y con el aire y la luz que lo rodean. La misión de la rama, entonces, consistirá en recoger a través de sus hojas los componentes químicos del entorno (componentes que pueden ser, como el bióxido de carbono, perjudiciales e incluso mortíferos para otras especies) y en devolverlos, ya transformados, al medio ambiente. Así, el escritor absorberá las palabras, los lenguajes, los discursos del mundo, y se los restituirá luego, tras un arduo proceso, con modificaciones y mejoras.

Eso no es todo, sin embargo. También la rama es un canal para la transmisión de la savia, es decir: una vertiente del tronco en la distribución del agua y de los minerales. La rama es mucho más que una derivación del tronco, y es imprescindible —cuando es fuerte, cuando no está seca— en los delicados procesos biológicos del vegetal. Aquí es donde la metáfora del árbol entra en conflicto: mientras los árboles nunca repudian a sus ramas vivas, ciertos medios culturales parecen decididos a erradicar la obra de algunos escritores o detener su implantación. El medio cultural, sin embargo, no es la literatura en sí misma, la literatura como árbol, y cuando una sociedad ignora o niega las obras de su literatura está igualmente negando el árbol al que pertenecen.

Las malas relaciones de la España más conservadora con los árboles —relaciones agrícolas, no metafóricas— tienen su historia larga y triste. Juan Goytisolo no ha sido insensible a este fenómeno y, acaso sin darse cuenta, le ha dado una dimensión simbólica muy elocuente. Por ejemplo, en Campos de Níjar (en pleno franquismo, pues, y en la región más deprimida de la Península en aquel tiempo) narra lo siguiente:
Cruzamos una serranía desierta. La carretera serpentea a trechos, pero está bien peraltada. En mitad de la paramera, los muros derruidos de una casucha recogen —y es un aldabonazo en todas las conciencias— la dramática invocación del paisaje: MÁS ÁRBOLES, MÁS AGUA. Consigna, asimismo, del Instituto Nacional de Colonización, la veré escrita, a lo largo de trochas y caminos, en pajares, casas, barracones y balates. Los árboles que atraerán la lluvia necesitan, para crecer, el concurso del agua. En Almería no hay arbolado porque no llueve y no llueve porque no hay arbolado. Sólo el esfuerzo tenaz de ingenieros y técnicos y la generosa aportación de capitales podrán romper un día el círculo vicioso y ofrendar a esa tierra desmerecida un futuro con agua y con árboles.

Después, hacia el final de La Chanca, prácticamente al concluir el relato de una discusión tabernaria sobre política, sobre la situación de aquel barrio de Almería y sobre la situación de toda España, Goytisolo refiere que uno de sus interlocutores —Luciano— repite nomás que faltan árboles: “Faltan árboles, ¿oís? Faltan árboles…”

Campos de Níjar lleva fecha de 1959; La Chanca, de 1962. Pocos años después, en 1969, Goytisolo dedicó un párrafo más al asunto de los árboles en su país en España y los españoles:
En realidad, el amor de Unamuno por las planicies desnudas de Castilla responde a una vieja tradición peninsular. Los ilustrados habían advertido ya la hostilidad hereditaria de los campesinos españoles hacia el árbol. En su Viaje por la Península, publicado en 1787, Antonio Ponz escribe: “Es increíble la aversión que hay en las más partes de España al cultivo de los árboles”. Desdevises du Dézert refiere el caso del corregidor de un pueblo que, deseando plantar arboledas, tropezó con la tenaz oposición de sus paisanos, quienes argüían que “los árboles atraen la humedad y empañan la pureza del aire”. […] De este modo, se comprende que los inmensos bosques a que hacen referencia los historiadores antiguos fueran talados unos tras otros, sin que nadie elevara la voz para protestar. Jovellanos, como siempre, se había esforzado en combatir la ignorancia de sus compatriotas, y en sus Diarios se lamentaba a cada paso de la falta de arbolado y describía minuciosamente el aún existente en las comarcas más ricas para subrayar su decisiva influencia en la pobreza o prosperidad de un país. Pero el resultado, según confesión propia, era negativo: “Años ha que está ofrecido medio real por cada árbol plantado, y años que no parece un alma a cobrar un real”.

En síntesis, la relación que Goytisolo metafóricamente plantea entre las letras y el bosque, la literatura y los árboles, los escritores y las ramas y las obras y los frutos, por un lado, y los conflictos reales entre cierta mentalidad española y la mera existencia de los árboles, por otro lado, esclarecen —por una especie de triangulación semántica— el vínculo difícil entre Goytisolo y los guardianes conservadores de una tradición literaria de la cual se ha intentado marginar al novelista y crítico barcelonés. Pero el jardín que Goytisolo reconoce como propio, el que figura en el título de Las semanas del jardín, es un huerto de árboles frutales vigorosos pero no aislados, autónomos a la vez que interdependientes. Dicho jardín, bosque o huerto es una versión alternativa de la tradición artística española y mundial y en él conviven especies de variados follajes y frutos ora dulces, ora muy ácidos y agresivos, pero aferradas todas ellas —con saludables raíces— en un mismo suelo feraz y consistente.



("Árbol" es el primer artículo de La migración interior. Abecedario de Juan Goytisolo, libro mío al que un jurado compuesto por Hernán Lara Zavala, Evodio Escalante y Alejandro Toledo le acaba de otorgar el Premio Nacional de Ensayo Joven "José Vasconcelos" 2005, patrocinado por la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca y el Programa Cultural Tierra Adentro.)

4 de mayo de 2005

Historia, historias

Como la historia de una civilización, como la historia de una sociedad, la historia de una literatura siempre, por fuerza, será una doble historia. Narrar la historia de un país, de un arte, de una era —o, por qué no, la historia de un arte preciso durante cierta era en un país determinado— equivale, técnicamente hablando, a elaborar por una parte una crónica o relato de los fenómenos y hechos que se juzguen significativos e influyentes y, por otra parte, a proyectar esa crónica sobre un modelo ideal que la estructure y justifique. La historia no es una fuerza de la naturaleza cuyas presuntas leyes operarían incluso al margen de la voluntad humana, como todavía piensan los materialistas de la vieja guardia. No es tampoco un mero ejercicio de selección de acontecimientos y montaje cinematográfico de secuencias, como han dado a entender algunos teóricos de última hora. La historia es ambas cosas: el acontecimiento y su impacto en la conciencia, o al revés: la conciencia y el poder que tiene de “atraer” a los hechos y reconocer en ellos algún valor, enfatizándolo.

Hace apenas tres años, José Olivio Jiménez y Carlos Javier Morales publicaron un valioso libro titulado Antonio Machado en la poesía española. En mi opinión, el subtítulo del estudio (La evolución interna de la poesía española, 1939-2000) deja presentir ya el porqué de su importancia. Lo que se propusieron Jiménez y Morales fue contar la historia de la poesía española contemporánea, tomar el fin de la Guerra Civil como punto de partida, enderezar la exposición a partir de un solo indicio (la presencia de Antonio Machado, su obra y su ejemplo, en el trabajo de los poetas que vinieron tras él) y hacer magistralmente como si el resultado no fuera “una historia” de la poesía española contemporánea, sino apenas una específica y modesta contribución al estudio general de la materia. Con todo, lo cierto es que dichos hispanistas consiguieron escribir más que una buena historia de la poesía española: escribieron, a mi ver, el mejor de cuantos libros de historia literaria se hayan publicado en los últimos años, y ello porque lograron valerse de una triple limitante (la del área de conocimiento, la de la época y la del tema concreto del estudio) para ganar en congruencia lo que sacrificaban en extensión o, si se prefiere, para ganar en carácter y dinamismo lo que sacrificaban en impersonalidad e indiferenciación.

Tal vez la “evolución interna” de la poesía mexicana, tema interesante por distintos motivos, podría entenderse mejor si en la crónica o narración de su historia se le diera sitio a factores tan aparentemente microscópicos y especializados como el que Jiménez y Morales privilegiaron en su libro. Puede ser que la palabra “evolución” tenga demasiadas resonancias de mejora y progreso darwiniano; más valdrá, entonces, hablar no tanto de la evolución interna de una literatura como de su movimiento interno, si no es que de su movilidad. En todo caso, lo que se lograría es actualizar (o sea desinhibir) el acercamiento historiográfico a las obras y las épocas literarias, acercamiento que muchos consideran ya inoperante y desfasado en sus formas actuales, ajustándolo a su verdadero campo de interés: no el territorio de las obras en su intimidad, aisladas de su entorno, sino el espacio en que las obras tienden a relacionarse con sus lectores, con sus críticos, con quienes no habrán de leerlas nunca y, desde luego, con sus propios autores, es decir: con la suma de las experiencias que los autores han puesto a girar en la órbita de sus propias obras.

La historia de la poesía mexicana se podría narrar entonces de varias formas. Hay quienes creen que todavía es posible contarla desde la castidad más elevada, como si se tratara de poemas compuestos y publicados en Saturno, remitiéndose —o fingiendo hacerlo— a las puras pruebas estéticas. Hay quienes prefieren la nota de sociales o, cuando es mucha su audacia crítica, la nota roja. Como es evidente, detrás de ambas prácticas hay otras tantas creencias: que se puede comprender un poema comprendiendo solamente las palabras que lo componen, por un lado, y que se puede hacer abstracción de los textos para centrarse a gusto en la vida y miseria de los poetas, por el otro. Yo pienso que todavía es posible narrar la historia de la poesía mexicana poniendo por delante la crónica de sus poemas y poetas, desde luego, pero también escribiendo la de sus traducciones, la de sus revistas, la de sus editoriales, la de sus antologías, la de sus polémicas, la de sus premios.



("Historia, historias" fue publicado en Mural el domingo 1º de mayo.)

12 de abril de 2005

Tres poemas en Pauta

LONG WAY FROM HOME

Si no se puede hacer poemas
con sólo una palabra, peor
para el poema. Si

no es posible hacer música
con una sola nota, peor
para la música. Buddy

Guy (A Tribute to
Stevie Ray Vaughan)
se queda
quieto, así, de pronto, en una

sola nota. El resto
es música. El resto —ir,
desembocar, articularse,

congeniar: el tránsito,
la transición, la transigencia—
es música.




LO QUE SUENA EN LAS FLAUTAS

Dónde suenan las flautas, me pregunto.
Lo que suena en las flautas
dónde suena.

Contemos hasta diez y preguntémonos:
dónde suenan los onces, las docenas,

los cuerpos de violines en la sombra;
equipos de metales vibratorios
y demás clarinetes o timbales:

dónde suena
lo que viene ahuecándolos, adentro,

lo que vuelve a la flauta
el hueso —el músculo—
que rodea y aprieta el nervio indemostrable.

Dejemos de contar. No preguntemos
lo que suena en el cielo
dónde suena:

nubes de irrepetible consistencia
que sin embargo se repiten,
rachas de viento que las cruzan
y las desvanecen.

Que nada más las flautas lo adivinen.




DISCURSO AL BICHO

The insect far and near
J. J. Cale

No por tenerme cerca
te volverás más grande,
insecto diminuto
y asesino.

No por tenerme cerca
tus antenas darán lugar a brazos
ni se convertirá tu pata séxtuple y aguda
en el pie con que sueñas aplastarme.

Mira la mano que te pongo encima:
contengo en ella, deteniéndola,
un mundo que no quiere sostenerme
y que puede borrarte de sí mismo,
destruyéndote.

Tú me conoces de hace tiempo.
Al cerrar las cortinas
y al barrer tras los muebles
y al sacar de un cajón el suéter de mi adolescencia
yo, por lo menos, he presentido tu ponzoña
y he sabido por ti lo que ignoro de otros.

Mira, insecto: veo pasar a la gente
como me ves tú a mí, sin observarme
pero desconfiando.
Yo mismo veo a los niños en la esquina
y pienso que me llaman, aunque sé que de lejos
me han supuesto más joven, más menudo,
y no por estar cerca
me volveré más grande para ellos.

Conserva tus venenos milimétricos.
Deja que yo persista en mi estatura
de cazador amenazado.
La mano que oscurece tu camino
es en verdad la misma,
la mía,
con que yo atraigo al mundo
y lo rechazo.



(Poemas aparecidos en el número 91 de la revista Pauta, correspondiente a los meses de julio-septiembre de 2004.)

26 de febrero de 2005

Marcel Schwob (1867-1905)

Hoy se cumplen cien años de la muerte de Marcel Schwob, escritor francés precariamente conocido en su país natal y provechosamente asimilado en el orbe de las literaturas escritas en español.

Hijo de Georges Schwob y de Mathilde Cahun, Mayer-André-Marcel Schwob nació muy cerca de París el 25 de agosto de 1867. Nueve años después, en 1876, la familia se mudó a Nantes al adquirir Georges, el padre, un periódico de aquella ciudad. En ese diario, Le Phare de la Loire, Marcel publicó en 1878 su primer artículo: una reseña de Un capitán de quince años, de Julio Verne.

El abuelo materno de Schwob, Anselme Cahun, fue uno de los rabinos franceses de mayor influencia y reputación al comenzar el siglo XIX. Su hijo Léon Cahun, escritor y bibliotecario, se hizo cargo en París del cuidado y la formación de Marcel a su retorno de Nantes, en 1881.

Muchos han tenido la suerte de leer en su infancia o adolescencia La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson. Schwob leyó esa novela en 1884, cuando todavía no era un clásico. Poco después obtuvo el grado de bachiller y trabó amistad con futuros escritores de renombre, como Léon Daudet y Paul Claudel. Por esas fechas comenzó a interesarse por la cultura francesa de la baja Edad Media y por el argot del hampa en el siglo XV. Ambas predilecciones, al entreverarse, lo condujeron a estudiar apasionadamente la vida, la obra y el idioma de François Villon, valioso poeta tardomedieval y posible arquetipo del escritor “maldito” de siglos posteriores.

A los veinte años, Marcel asistió al curso de lingüística de Ferdinand de Saussure en el Colegio de Francia y publicó en el periódico familiar el primero de sus cuentos, “Los tres huevos”. Dio inicio entonces, por así decirlo, la década prodigiosa de su vida: entre 1888 y 1897, Schwob compuso y publicó sus libros más importantes. En abril de 1889 corrigió las pruebas de su Estudio acerca del argot francés, escrito en colaboración con Georges Guieysse. A los pocos días, el 12 de mayo, sobrevino el suicidio de Guieysse, que no llegó a cumplir los veintiún años. Marcel decidió entonces alejarse del medio académico y dedicarse de lleno al periodismo y la creación literaria.

El primer libro de cuentos de Schwob, Corazón doble, apareció en julio de 1891; el segundo, El rey de la máscara de oro, a finales de 1892. En ambos el cuentista es también un erudito, un filólogo y un pensador. Los prólogos del autor a dichos libros pueden ser leídos como ensayos independientes. Los temas del terror y la piedad, en Corazón doble, y de la diferencia y la semejanza, en El rey de la máscara de oro, dan coherencia y unidad a los diferentes relatos y rinden testimonio del pensamiento —acaso demasiado esquemático aún— del joven escritor.

Los poemas en prosa de Mimos fueron publicados en 1893. Una de las obras mayores de Schwob, El libro de Monelle, mezcla de narrativa y de poesía lírica en prosa, vio la luz en junio de 1894. Después, en abril de 1896, aparecieron simultáneamente La cruzada de los niños, hermosa narración compuesta de ocho monólogos independientes y complementarios, y las perfectas Vidas imaginarias, reunión de pequeñas biografías que también son cuentos, ya que sus personajes, aunque históricos, reciben el tratamiento del fabulador, no del biógrafo convencional. En septiembre del mismo año se reunieron algunos de sus ensayos y artículos en Espicilegio. En octubre de 1897 se publicó La estrella de madera, tal vez el último texto literario relevante de Schwob.

Julio Torri fue probablemente quien descubrió a Schwob en el espacio de las letras españolas y latinoamericanas. Rafael Cabrera, mexicano también, fue sin duda el primero de sus traductores al castellano. Mucho aprendieron de Schwob, de una u otra forma, Martín Luis Guzmán, Jorge Luis Borges, Juan José Arreola y, en fechas más próximas, Enrique Vila-Matas, Javier Marías y José Manuel Fajardo.

Marcel Schwob murió en París el 26 de febrero de 1905.



(Esta nota se publicó el día de hoy en Mural.)

19 de enero de 2005

África

El pasado mes de febrero, el poeta Luis Felipe Fabre publicó un artículo sobre la situación editorial de la poesía en México. Resuelto a comentar o, cuando menos, a poner de relieve determinadas implicaciones de un problema que quizás no sea tal, Fabre partió de una curiosa —por no decir estrafalaria— suposición, a saber: que “leer poesía en México no tendría por qué ser algo [sic] distinto a leer poesía en Japón o en Inglaterra”. Desde un principio, el uso peregrino del pronombre “algo” deja claro que Fabre piensa en inglés y que la perspectiva según la cual encara el tema de su artículo explica la naturaleza misma de su afirmación. En efecto, leer poesía en México no puede ser distinto que leerla en York o en Blackburn, Lancashire, si quien ejerce dicha lectura es un delegado vocacional del príncipe Carlos en la colonia Condesa. La consiguiente observación de Fabre, por este motivo, parece cuando menos obvia (pero no por su contenido sino por el punto de vista del que la emite): “leer poesía en México no es lo mismo que leer poesía en el Congo”.

No tengo por qué disimular mi desconcierto ante declaraciones como ésta de Luis Felipe Fabre. Antes bien, el desconcierto me parece la mejor de las herramientas cuando se trata de resolver una duda o interrogarse a propósito de los fundamentos de un prejuicio, incluso —y sobre todo— cuando es uno mismo el prejuicioso. Admitiré por lo pronto que mi reacción al conocer el aserto congoleño de Fabre se debió solamente a un prejuicio mío, prejuicio fundamentado quizás en mi adolescente propensión a la buena conciencia. Pienso también que alguna vez leí un artículo de Antonio Ortuño en el que su autor despotricaba en contra de los académicos de Suecia y su aparente costumbre de otorgar el premio Nobel de literatura obedeciendo a un mecanismo de rotación geográfica injustificable que antes redundaría en provecho de no sé qué autor africano que de Mario Vargas Llosa o de Philip Roth. El propio Antonio me dijo más tarde que no se acordaba de haber escrito esa nota, si bien abordaba en muchas otras los mismos temas, con lo que mi presunto recuerdo acababa siendo nomás un producto de mis delirios o de preocupaciones inconscientes en las que mucho bien me haría escarbar un poco.

Diez meses antes que Luis Felipe Fabre, al comenzar el mes de abril de 2003, el poeta y ensayista Tomás Segovia echó mano del imaginario africano para explicar una de las mayores aportaciones epistemológicas de la revolución romántica. Es importante ver que Segovia recurrió primero a un ejemplo europeo: “Los románticos dicen: nosotros sabemos de la Grecia de Homero mucho más que Homero, pero no podemos escribir la Ilíada. Eso es lo que hemos perdido”. Enseguida, el autor de Anagnórisis formuló esta pregunta: “¿cómo es posible que un analfabeto de África sea capaz de crear un cuento mucho más hermoso que el de un sabio occidental?” Lo mismo digo yo, pero con signos de admiración: ¡cómo es posible!

Lo cierto es que ni la referencia homérica ni la pregunta que formula Segovia tienen la jiribilla o mala intención que me parece hallar o que al menos presupongo en el artículo de Fabre y en la nota quizás inexistente de Ortuño. Por el contrario, el señalamiento de Segovia es correcto y, al margen del conmovedor escándalo moral que levemente lo tiñe, su intención revela un amplio sistema de ideas con respecto a la civilización occidental (sea lo que sea) y su periferia (sea lo que sea también) y con respecto a la poesía como periferia de la razón, aceptada esta última en tanto cifra dorada o pieza clave del mencionado constructo —no sé si emocional o religioso, ya que no antropológico— que se llama Occidente. De la Grecia de Homero a la Europa de los románticos, en el ejemplo aportado por Segovia, la distancia es tan grande como entre la Europa culta y el África inculta de nuestros días. En ambas relaciones, por lo demás, la Europa moderna sale perdiendo en materia de poesía.

Sólo he puesto una vez los pies en África (en Marruecos, para ser preciso) y mi conocimiento del Congo no puede compararse desde luego con el que parece tener Fabre, pero tengo entendido que Marrakech, Argel, Dakar y Johannesburgo se parecen más a Oaxaca, São Paulo, Tegucigalpa y Buenos Aires que a Venecia, Copenhague, Dublín o San Petersburgo. Un recorrido en coche por el sur de Marruecos —en mi experiencia, insisto— provoca más reminiscencias del campo oaxaqueño que de la Provenza. Con todo, hablar de África significa referirse a los demás, a los pobres y a los enfermos, los iletrados y paganos. Pero la realidad es otra, y a mí nadie me saca de la cabeza que Ali Farka Toure sabe más de música que Michael Nyman y el cuarteto Kronos juntos. Tal vez ni los pigmeos ni los beduinos lean poemas, pero ¿qué importa más, el poema en sí mismo o el hecho de leerlo impreso? Si escuchar un poema importa más que leerlo en caracteres de molde, la experiencia de lo poético entre beduinos y pigmeos no es inferior que la nuestra. Y eso que me limito adrede a mencionar poblaciones más bien herméticas y típicamente analfabetas, que no representan al continente africano en su totalidad.

En mi opinión, África vive con respecto al Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Grupo de los Ocho en las mismas condiciones que subsiste la poesía con respecto a la noción vigente de razón productiva. En este sentido, es ingenuo pensar que la poesía y África salvarán los obstáculos que se les presentan observando las normas que sus opresores les imponen. Leer poemas y escribirlos en cualquier parte del mundo es tanto como leerlos y escribirlos en África.

África, en latín, significa “donde no hace frío”. Que no haga frío quiere decir que ahí se puede vivir a la intemperie. De vuelta en el imaginario, lejos otra vez de la realidad, yo siento que los verdaderos maestros de la poesía como forma de vida, como visión de la vida o relación con ella, es decir: no de la poesía como institución y tradición literaria, no de la poesía en tanto pasado sino en tanto presente, los maestros de la poesía como intemperie del ser, deben buscarse donde mismo que las ideas que se tengan acerca de África. El porvenir de la poesía es por lo tanto equiparable al porvenir de África. Y el porvenir de África se intuye mejor en los barrios de Lagos, El Cairo y Monrovia —e incluso en muchos de París, Madrid o Londres, capitales menos “occidentales” de lo que pareciera— que donde rugen los feroces leones, esto es: en la llanura infértil del Discovery Channel.



(Leí en voz alta este artículo en una mesa redonda con otros poetas jaliscienses en la pasada Feria del Libro en el Zócalo de la ciudad de México. "África" se publicó después en el número 37 de la revista Luvina.)