7 de diciembre de 2006

Cuatro poemas en RevistAtlántica

CUESTIÓN DE SIGLOS
Largo es el arte; la vida en cambio corta
como un cuchillo.

ÁNGEL GONZÁLEZ

Larga es la muerte. La vida, en cambio, corta
los extremos del cuerpo al que nos aferramos.

Puede tratarse, para ti, de tu cuerpo.
Puede tratarse, para él, del suyo.
Es tu cuerpo, en mi caso, al que me aferro
y doy por ido el mío, por ausente.

Dura siglos la muerte. Llevan siglos muertos
los que al principio vivieron en el mundo.

Puede tratarse, para ti, de siglos remotísimos.
Puede tratarse, para él, de siglos terminados.
Para mí, cada minuto se termina un siglo
que había comenzado, hace un siglo, apenas un minuto
después del anterior. Un siglo

acaba de cumplirse ahora: miro mi cuerpo
y, aunque me acerco al tuyo, no consigo tocarlo.



HORA DE ADMITIRLO

Un tiempo me gustaron. Más tarde,
porque las cosas cambian
y hasta lo propio esconde algo imprevisto,
di en olvidar
empezando por sus nombres.
(Un tiempo así
creí saberlo:
decimos que se tiene
un nombre. Decimos
o dices
que por llamarnos de algún modo,
por llamarme
tú a mí
por más que no haga caso, lo dices,
lo decimos.)
Un tiempo
creí ser otra cosa, y enseguida
lo fui sin darme cuenta, y enseguida.

Buen tiempo aquél,
y no poco. Lo mucho
que pudieron gustarme.



MEDIAS HORAS
a mi padre


[03:30]
No mires el reloj. No busques números.
Los minutos, de noche, no se cuentan.
El total de sumarlos es un ocho:
un ojo sin cerrar y el otro abierto.
Dos ruedas que se juntan en la cara.



[07:30]
No sé cómo se llame.
Nada sabe de mí.
Llega cantando.
Recoge la basura.
Se va cantando.



[18:30]
Horas que duran media hora:
una mitad que no es bastante,
otra mitad que las excede.
Yo paso el tiempo en las que no se cumplen:
de tanto no llegar, llega la noche.



[00:30]
Heme aquí por un tiempo.
Salud, temporalmente.
No me tardo. Ayer
está lloviendo. Tanto
que todavía.



[06:30]
Lluvias del este: lluvias de reflejos.
Los caminos del rayo se bifurcan,
dudan entre la noche y el presente.
Asombro del amanecer
y de haberlo esperado.



SONETO DE LA ESPERA

Urgen constancias, actas, credenciales,
cuatro fotos tamaño pasaporte,
un discurso en favor de los discursos
y la fecha, y la firma, y dos testigos.

Úrgenme, desde ahora, otras dos manos,
tres pies, un gato, un dios que no se burle
ni de mí, que no sé, ni de quien sepa
cuánto tarda en cruzar un cuervo el cielo.

Tanto tiempo que dura una jornada
laborable, o labriega, o laboriosa,
y uno sin alcanzar la ventanilla

donde quizá le informen, de haber suerte,
cuánto tarda un minuto en ser un año,
cuánto tarda uno mismo en ya no serlo.



(Dedicado a la poesía mexicana y coordinado por Gilberto Prado Galán, el número 30 de la gaditana RevistAtlántica se presentó en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara el pasado jueves 30 de noviembre. Mis cuatro poemas aparecen entre la página 149 y la 152. He corregido un error tipográfico e introducido algunos ligeros cambios en dos de los poemas.)

22 de agosto de 2006

Tepic

Las hijas de mi tío, mis primas,
cuando llegaban a Tepic, de viaje,
y estando ahí, en Tepic, salían de compras
o a pasear por el centro
y se cansaban, pedían
que por favor las llevaran a Tepic,
es decir: con mis abuelos,
porque habían entendido que Tepic era esa casa,
no toda la ciudad, esa ciudad
que yo también, sinceramente, desconozco
y que, si tengo suerte, puedo confundir
con el jardín, algunos muebles, el perro y mi familia.

Tepic es para mí el nombre de otra cosa,
no el nombre de Tepic: una palabra
que se desentiende, sin obligaciones,
como yo en el verano, esos veranos,
pero que al mismo tiempo está diciendo
lo que a ninguna otra palabra se le pide:
que, al decir lo distante, diga
también lo siempre próximo
y que al nombrar la cercanía
resuma una ciudad en una casa.

Yo estoy —números redondos— a doscientos kilómetros
de la ciudad, la casa, y el jardín, y los muebles.
Mi abuelo está grabado en una lápida.
Con mi abuela platico por teléfono
y hoy mis primas, cuando van a Tepic, no se confunden.
Y no sé lo que sea lo siempre próximo.
Y en doscientos kilómetros pasa cualquier cosa,
lo mismo si decido recorrerlos
que si los dejo para el próximo verano
y me instalo en veranos anteriores.



("Tepic" acaba de aparecer en el número 10 de la revista Reverso, correspondiente a julio de 2006.)

15 de julio de 2006

La realidad no será nunca

Carmina Estrada (editora), Un orbe más ancho. 40 poetas jóvenes (1971-1983), México: UNAM, Ediciones de Punto de Partida, 2005, 232 pp.

Mucho me temo que hay que desconfiar de las antologías. No soy desde luego el primero en advertirlo ni aspiro a ser quien dé por zanjada la cuestión. Me limito nomás a expresar una suerte de intuición, cuando no una especie de lugar común que, por ser precisamente común, casi nadie se atreve a manifestar como idea propia. Lo cierto, sin embargo, es que no nada más lo que uno inventa le acaba siendo propio. A decir verdad, las contadas y raquíticas iniciativas que alguna vez yo haya tenido sin inspiración o asistencia de otras personas me son tan propias como los temores y los deseos que, por transmisión hereditaria, contacto generacional o estimulante cercanía de individuos concretos, he absorbido por años con mínimas variantes, así en el campo de la poesía como en otros de alcance y envergadura menos dignos de ostentación.

Pienso en esto al concederme un respiro mientras releo Un orbe más ancho, la muestra de jóvenes poetas mexicanos que ha preparado Carmina Estrada para la UNAM a la insigne luz de la revista Punto de Partida, que tantos poetas de interés ha dado a conocer en treinta o más años de trabajo colectivo. Todavía recuerdo cuando, en 1987, por primera vez tuve noticia de dicha revista: en su Crónica de la poesía mexicana, José Joaquín Blanco la mencionaba de paso al referirse a Ricardo Yáñez, quien ganó efectivamente un premio de Punto de Partida, y de quien Blanco afirmaba con esa desenvoltura un tanto expeditiva y malhumorada que me fue al poco tiempo alejando de su libro: “es indudablemente el mejor escritor que ha revelado esa revista”. Refiero esta lectura de mis quince o dieciséis años no tanto por nostalgia como por simple afán de constatación: los cuatro poetas comentados con cierto detenimiento por Blanco en aquellas páginas (David Huerta, Jaime Reyes, Ricardo Yáñez y Ricardo Castillo) me siguen pareciendo notables y, en casi todos los casos, no sólo dignos de relectura, sino de afecto duradero. Con todo, vuelve a llamar mi atención, ahora que de nuevo consulto la Crónica de Blanco, una lista de veintitrés poetas —excepción hecha de los cuatro que arriba enumero entre paréntesis— entre los cuales reconozco a muchos que no han publicado ningún poema en años, a otros de los que sólo me suenan los nombres, a seis o siete que no atino a recordar ni siquiera por alusiones indirectas y, con el debido respeto, a varios que se han mantenido en las nóminas largas de la poesía nacional, pero a cuyas obras preferiría no tener que remitirme. Justo es decir que algunos otros, los que más me interesan, figuraban ya entonces en el reporte de José Joaquín Blanco y siguen figurando ahora en aquello que, más abarcador, más minucioso y menos definido, se dio en llamar una vez (la) República de (los) Poetas.

Blanco presentaba esa lista un poco a la manera del fotógrafo que prepara un telón de fondo para destacar los contados perfiles (cuatro, en su caso) que de verdad le parecen relevantes. Hoy me parece honesto advertir que, si con dicha lista se confeccionara una muestra de la época, el resultado sería cuando menos irregular. Todo hay que decirlo: también es irregular el balance de antologías canónicas del espacio lírico nacional, como Poesía en movimiento (1966) y el Ómnibus de poesía mexicana (1971). Pero con muestras como la desconcertante Asamblea de poetas jóvenes de México (de Gabriel Zaid, como el Ómnibus, y aparecida en 1980) sucede que, a veinticinco años de distancia, no nada más los jóvenes han dejado razonablemente de serlo, como en el poema de David Huerta: también la vocación de los poetas, en la mayoría de los casos, ha desaparecido, y otros autores de la misma edad, que no tenían curul ni voto en semejante Asamblea, parecen ahora miembros incuestionables de su generación, ya que de generaciones debe hablarse cuando se tocan estos temas. Yo quiero pensar que no pasará lo mismo con Un orbe más ancho y otras antologías de los últimos tiempos, pero no puedo asegurarlo. En todo caso, quiero señalar también que yo no pienso en la durabilidad ni mucho menos en la intemporalidad cuando intento jerarquizar las exigencias que deben hacérsele a las antologías. A éstas hay que representárselas de veras, esto es: volver a leerlas en presente, haciendo un esfuerzo para trasladarse al momento en que fueron concebidas, editadas y leídas en un principio.

Sin duda lo primero que debe observarse a propósito de Un orbe más ancho es la discreción con que su editora, Carmina Estrada, resuelve aparecer en el volumen. Es ella quien firma el prólogo, en efecto, pero su nombre no aparece ni en la cubierta ni en la portada ni en la portadilla del volumen: para localizarlo hay que remitirse a la página legal, donde se da crédito a Carmina Estrada junto a su asistente, Rodrigo Martínez, y apenas por encima de la diseñadora y del ilustrador del forro. Se trata de un rasgo de modestia más bien inusual, habida cuenta del prestigio que suelen capitalizar quienes preparan muestras y antologías a menudo inferiores a ésta y ostentan el haberlo hecho: modestia, conviene subrayarlo, que se refleja con provecho en la organización misma de la muestra y en la solvencia editorial con que ha sido compuesta. Y es que Un orbe más ancho se deja leer con auténtica fluidez, y la razón hay que buscarla en que no se desgasta buscando parecerse a las rigurosas y exhaustivas antologías de consulta, que acostumbran fallar en donde tendrían que plantarse con mayor firmeza, ni a los meros libros colectivos, que son a veces conglomerados de poemarios individuales y a veces conjuntos de poemas autónomos, temáticamente afines, también de autores diversos. En cuanto a los rasgos diferenciales de Un orbe más ancho, el volumen parte del interés por “difundir la obra de nuevos escritores desde la trinchera de un proyecto de la Universidad Nacional Autónoma de México” y “obedece a la intención de mostrar un abanico de opciones diversas, un orbe extendido, un orbe de poetas jóvenes, digamos, reconocidos, pero que ensanche sus lindes hacia otros menos evidentes, a la vez que trascienda el universo de colaboradores habituales de la revista Punto de Partida”, en palabras de Carmina Estrada. Tales “nuevos escritores” tienen, según mis cuentas, entre 23 y 35 años, o están por cumplirlos en este 2006. Todos ellos colaboran con revistas o suplementos de México, hayan o no nacido en el país, y han escrito sus libros (todos cuentan por lo menos con uno, “publicado o en vías de publicarse”) dentro de un mismo ámbito de lecturas, estudios humanísticos, discipulados, talleres, becas, festivales, premios y editoriales, es decir: en el contexto de un medio literario más o menos homogéneo en cuanto a sus referentes externos u objetivos. Los otros referentes, internos o subjetivos, pertenecen a cada poeta en particular y no son cuantificables en términos de sociología literaria.

La mecánica del volumen puede resumirse así: Un orbe más ancho va sumando módulos de alrededor de cinco páginas (dichos módulos, desde luego, son los capítulos dedicados a cada uno de los cuarenta poetas elegidos) en los que, tras el nombre del poeta y una brevísima semblanza, se ofrece un puñado de poemas generalmente breves, o varios fragmentos de algún poema extenso. Los poetas aparecen ordenados bajo el criterio de la edad, partiendo del mayor, nacido en 1971, hasta el menor, nacido en 1983. En la medida que arranca de un explícito Punto de Partida, la muestra excluye, por así decirlo, a quienes no han colaborado en la mencionada revista, de modo que algunos poetas con relativa notoriedad que nacieron a partir de 1971, como María Rivera, Luigi Amara, Julián Herbert, Daniel Téllez, Rocío Cerón y Jorge Ortega, no están en Un orbe más ancho, o están por omisión, ya que la editora justifica sus ausencias en el prólogo. Por otro lado, el objetivo de no reducirse a los índices de Punto de Partida se traduce, ya que no en la incorporación de los poetas que acabo de referir, sí en la de otros que no habían figurado en El manantial latente. Muestra de poesía mexicana desde el ahora: 1986-2002 (Ernesto Lumbreras y Hernán Bravo Varela, 2002) ni en Árbol de variada luz. Antología de poesía mexicana actual, 1992-2002 (Rogelio Guedea, 2003), las dos antologías de referencia para este periodo hasta el momento.

Ahora bien, si yo me preguntara qué hacer con mi lectura de Un orbe más ancho, de qué manera sacarle algún rendimiento en términos de aprendizaje literario, debería sin duda comenzar elaborando una lista con los nombres de los poetas que me interesaron más entre los cuarenta que recoge la muestra. Confieso haber señalado algunos en el índice del ejemplar que leí; haber hecho, pues, una segunda lista dentro la primera, una lista de la cual tendré que hacerme responsable yo de la misma forma que la editora de Un orbe más ancho se hace responsable de la lista mayor, de la lista planteada en un principio, con sus cuarenta posibilidades. Mi lista se compone de doce poetas: Armando Ayala Ochoa, Víctor Cabrera, Luis Felipe Fabre, Carlos Vicente Castro, Luis Jorge Boone, Jair Cortés, Hugo García Manríquez, Hernán Bravo Varela, Óscar de Pablo, Eduardo Uribe, Jorge Solís Arenazas e Inti García Santamaría. Radiofónicamente hablando, cada cual trabaja en su propia frecuencia —y haber sintonizado esa frecuencia ya es bastante motivo de satisfacción—, si bien a todos parece importarles escribir mezclando referencias de las llamadas “cultas” con otras del habla y la vida cotidiana más callejera, combinar melancolía intimista con extraversión lúdica, trabajar en la exactitud formal tanto que suene a desenfado, unir la convicción literaria y el humor, la certidumbre del oficio y los titubeos de la identidad, el placer del ritmo y una ocasional desesperación ética.

Pero debo admitir que, si la muestra en sí misma presupone una lista verdadera, la mía es una falsa lista, ya que nada más cobra significado gracias al presupuesto de que aquélla existe. Al ordenar los doce nombres de mi pequeña selección, lo que hago no es apostar por ellos pensando en el futuro de la poesía mexicana (dichoso quien se atreva) sino decir en voz alta cuáles fueron los doce momentos en que mi lectura se volvió más gozosa, más divertida, más profunda. No es momento de acuñar porvenires. Subrayo estos versos de Paty Blake: “la realidad fue ayer / no es necesario el equipaje”, y los relaciono con éstos de Inti García Santamaría: “Voy entre futuros muertos, / entre próximos gusanos, / estoy entre semejantes”. Literalmente, no future. Si este signo es característico de Un orbe más ancho, si lo es en general de la nueva poesía mexicana o si lo es de toda juventud en toda época, yo entiendo que lo mejor es no determinarlo por ahora.




(Escribí este artículo para leerlo en la presentación de Un orbe más ancho en la Feria Internacional de Libro del Palacio Minería. Posteriormente apareció en el número 43 de la revista Luvina.)

6 de junio de 2006

Por nada

Tan vago es el concepto de cultura, tan vasta —o, si se prefiere, tan escasamente concreta— la realidad que se pretende representar con él, tan poco exitoso el empeño por asignarle contenidos al sustantivo en cuestión, que todo esfuerzo por hablar de política “desde la cultura” en vísperas de una jornada electoral como la del próximo 2 de julio se antoja inapropiado, no tanto porque valga o no la pena tocar el tema cuanto por la baja envergadura que tendría en este caso una intervención casi venida de ninguna parte. Y me apresuro a subrayarlo: no estoy exagerando al etiquetar por adelantado esta nota como expedida (o casi) desde ningún lugar. José Woldenberg ha declarado recientemente: “nadie piensa que a estas alturas todavía puedan producirse reformas profundas al régimen de gobierno (como hubiese sido deseable)”.

Nadie piensa… Si me atengo a la resolución de Woldenberg, mi nombre debe ser —como el de Ulises enfrentado al cíclope— Nadie. Vuelvo a leer la frase categórica y no llego a dilucidar ni el modo ni el tiempo ya no digamos verbal, sino moral del “como hubiese sido deseable”. Ignoro si la higiene del paréntesis baste para evitarme la previa condena de ser poquita cosa, porque yo sí creo (éste no es asunto de pensar, sino de creer: Woldenberg utiliza el verbo pensar como se usa por lo común el to think inglés: con el sentido de creer, o sea de tener algo por cierto) que precisamente “a estas alturas” el “régimen de gobierno” puede y tiene que ser transformado y modernizado, por no decir alterado y saboteado.

Costumbre generalizada es culpar al presidencialismo de todo y lo contrario, y en México la llamada “institución presidencial” está pasando en poco tiempo de ser la encarnación del máximo poder puesto al servicio de la máxima maldad a glorificarse como suprema y tentadora justificación de toda la candidez y de todas las incapacidades imaginables. Téngase bien presente que, gane quien gane las elecciones, no logrará verse respaldado por más del 35% de los votantes. Luego, está bien claro que nadie (como diría José Woldenberg) puede creerse la historia de que votando por este candidato o aquél conseguirá que sus nobles ideales lleguen a Palacio Nacional, habida cuenta de los obstáculos que por supuesto le interpondrán las dos principales minorías en el Poder Legislativo.

Por lo tanto, llegar a la Presidencia de la República equivale hoy por hoy a cobrar un buen sueldo sin responder por demasiadas obligaciones, todo ello procurándose una excelente oportunidad para trabar amistades perdurables (ya que nada es más triste que jubilarse de Presidente y no tener con quién ir al golf). ¿No sería mejor que la Presidencia de la República fuera una instancia plural, de jefatura mitigada y composición tan abierta como el propio Congreso de la Unión? Quizá con ello se ganaría, por lo menos, que artículos como éste (redactado desde la nada por alguien que anulará sus boletas de votación el 2 de julio) no tuvieran por qué ser concebidos.



("Por nada" se publicó en Mural el pasado 4 de junio.)

1 de junio de 2006

Muñoz Molina: el diálogo y el aprendizaje

Teresa González Arce, El aprendizaje de la mirada. La experiencia hermenéutica en la obra de Antonio Muñoz Molina, Guadalajara: Universidad de Guadalajara, 2005, 425 pp. (ISBN: 970-27-0702-1.)

A primera vista, es por lo menos curioso que la nueva literatura española, tan intensa y extensamente promovida (o, no sé si mejor o peor aún, promocionada) por agencias y consorcios editoriales, no haya encontrado a la fecha más que una tímida recepción crítica en los medios universitarios no peninsulares. Cuando menos en México, no me parece que los esfuerzos de algunos profesores —entre los que debo contarme— por estudiar y dar a estudiar la narrativa, la poesía, el ensayo y el teatro escritos en España tras la muerte de Francisco Franco en 1975, e incluso el periodismo, la canción popular y el cine, basten por el momento para considerar satisfecho el a veces evidente, a veces apenas presumible deseo de alumnos y lectores en general de acercarse y conocer a fondo a Soledad Puértolas, Eduardo Mendoza, José Sanchis Sinisterra, Olvido García Valdés, Javier Marías, Manuel Rivas, Rosa Montero, Álex de la Iglesia, Julio Medem o Santiago Auserón, por mencionar sólo unos cuantos nombres. En el caso de autores más jóvenes, como los narradores de la llamada generación del Kronen, el desamparo crítico de la mayoría de lectores y el desinterés de las universidades resultan más claros todavía.

En este contexto —y, de alguna forma, con miras a remediar en parte la situación que va implícita en él—, Teresa González Arce ha publicado en español su excepcional estudio sobre Antonio Muñoz Molina, El aprendizaje de la mirada. En junio de 2004, el CERS de Montpellier había editado ya la versión francesa del mismo libro (L’apprentissage du regard), que también es la versión original. González Arce, profesora en la Universidad de Guadalajara, se doctoró en 2001 en la Universidad Paul Valéry de Montpellier con esta investigación; suena lógico, entonces, que su doble filiación institucional esté representada hoy por hoy en los respectivos pies de imprenta de su obra en ambos idiomas.

Nacido en Úbeda, provincia de Jaén, en 1956, Antonio Muñoz Molina es autor de numerosos libros de artículos (El Robinson urbano, Diario del Nautilus, Las apariencias, La vida por delante), ensayos (La realidad de la ficción, Córdoba de los omeyas, Pura alegría), cuentos (Nada del otro mundo), memorias y libros de viaje (Ardor guerrero, Ventanas de Manhattan) y, sobre todo, novelas (Beatus ille, El invierno en Lisboa, Beltenebros, El jinete polaco, Los misterios de Madrid, El dueño del secreto, Plenilunio, Sefarad, Carlota Fainberg, En ausencia de Blanca). Es importante advertir que algunos especialistas, casi siempre con malos argumentos, ordenan en dos grupos distintos las novelas de Muñoz Molina: las más voluminosas y “serias” por una parte (Beatus ille, El jinete polaco, Plenilunio, Sefarad) y las más breves, teóricamente “menores” por el hecho de apegarse a la narrativa de género humorístico, policial o fantástico de manera más o menos explícita, por otra parte (El invierno en Lisboa, Beltenebros, Los misterios de Madrid, El dueño del secreto, Carlota Fainberg, En ausencia de Blanca). Teresa González Arce no convalida semejante manía divisoria y, en buena medida, va estructurando su discurso desde una perspectiva que le permite demostrar precisamente lo contrario: prosista elegante y apasionado, Muñoz Molina es, para ella, responsable de una obra coherente, sin adherencias ni sobrantes; una obra de la cual ningún elemento puede ser marginado sin perjuicio.

Desde la introducción, González Arce refiere los nombres y los trabajos de dos de sus precursoras en el estudio de la obra de Muñoz Molina: la francesa Christine Pérès y la española María Lourdes Cobo Navajas. Debe subrayarse, primero que nada, que la investigación de González Arce comparte con las de Cobo Navajas y Pérès un mismo corpus en cuanto a las novelas de Muñoz Molina se refiere: las tres autoras trabajan particularmente con Beatus ille (1986), El invierno en Lisboa (1987), Beltenebros (1989) y El jinete polaco (1991), esto es: con las primeras cuatro novelas del ubetense. Premio Planeta en 1991, El jinete polaco supuso de alguna forma la consagración de Muñoz Molina; por lo demás, en vista de sus temas principales (la ruptura emocional con respecto al pueblo natal y la reconciliación posterior, y el encuentro del protagonista consigo mismo tras un intencionado y largo escamoteo de su propia identidad) y de su forma de Bildungsroman, tiene sentido atribuir a esta novela funciones de parteaguas en el proceso de maduración de su autor. Luego, reconocer la congruencia de los libros publicados por Muñoz Molina entre 1984 y 1991 equivale a identificar, dans l’œuf, el desarrollo ulterior de su producción. En todo caso, ni González Arce ni Pérès ni Cobo Navajas reducen sus investigaciones a las cuatro novelas en cuestión: las tres, cada cual a su manera, y como hace también la mexicana Lourdes Franco Bagnouls en Los dones del espejo. La narrativa de Antonio Muñoz Molina (2001), manejan la suma de los artículos, ensayos, memoirs y demás novelas del escritor andaluz.

Es en el uso particular que hace González Arce del corpus fundamental y de las referencias complementarias donde reside gran parte del interés de su libro, desde luego. Sin embargo, sería un error limitar a tales peculiaridades la importancia del volumen. El aprendizaje de la mirada es un estudio profesoral en la mejor acepción del término, y puede ser consultado con verdadero provecho académico, pero también es un ensayo muy bien concebido y escrito, con personalidad y planteamientos propios al margen de su materia de análisis (o acaso no al margen, pero sí al parejo de su tema evidente: la obra de Muñoz Molina). Organizado en tres grandes partes, compuestas por cuatro capítulos la primera, cuatro la segunda y tres la tercera, El aprendizaje de la mirada se propone (y consigue) “presentar el trabajo de Antonio Muñoz Molina en toda su dimensión hermenéutica, esto es: como una práctica destinada a la comprensión y a la interpretación de un pasado vuelto visible gracias a la palabra” [p. 22]. Ello implica por lo menos un doble acercamiento a las novelas estudiadas (a sus procedimientos, a sus temas y a la caracterización de sus personajes, en la primera parte, y al trasfondo mítico de la contextura narrativa y simbólica de tales narraciones, en la segunda) y una sólida y profunda lectura de las conferencias, ensayos, artículos de opinión e incluso entrevistas de Muñoz Molina (en la tercera parte). El talante individual de González Arce queda expuesto desde la introducción y se manifiesta con plenitud en los primeros dos apartados del volumen, pero es en el tercero donde se vuelve definitivo y, por así decirlo, intransferible. Diferentes y decisivos episodios de la historia española, desde que Francisco Giner de los Ríos fundó la Institución Libre de Enseñanza en 1876 hasta que la España democrática se incorporó a la Unión Europea en 1986, pasando por la Segunda República y por la dictadura de Franco, se dan cita en la tercera parte no sólo para explicar la obra de Muñoz Molina en su contexto, sino para mostrar en qué medida los avances y retrocesos de las mentalidades e instituciones peninsulares han encontrado en el autor de Beatus ille a un interlocutor sensato y emocionado.

González Arce tiene de la novela —y, justo es decirlo, de la literatura en general— una idea compleja o, si se prefiere, comprensiva: la entiende como un espacio de permutaciones y entrecruzamientos, de vaivenes y transacciones permanentes entre lo subjetivo y lo colectivo, el mito y la historia, la invención personal y la tradición. Se trata, para mayor goce de sus lectores, de un concepto cuya densidad teórica está siempre verificándose, haciendo contacto con la obra de Muñoz Molina, volviéndose práctica. Aunque su libro está en diálogo constante con Gadamer y Ricœur, con Vernant y Eliade, con Brunel y Todorov, con Durand y Freud, González Arce nunca se demora en abstracciones. Casi no hay página en El aprendizaje de la mirada que no contenga el nombre de Antonio Muñoz Molina o el de alguno de sus libros o personajes. Gracias a ello el volumen tiene garantizado el interés continuo de quien se acerque a leerlo, por necesidad universitaria o por gusto: su verosimilitud, como si de un relato se tratara, le viene de su tenacidad interpretativa y de su honesta convicción en la importancia del asunto central.

“Obra nacida de la vivencia y destinada a devenir ella misma una vivencia” [p. 412], la de Muñoz Molina bien podría compartir esta definición con la de González Arce: la experiencia de una lectura escrupulosa y despierta, pero también afectiva y entusiasta, se puede casi tocar en El aprendizaje de la mirada, en sus premisas y en su desarrollo, en su efervescencia interna y en sus conclusiones.



(Esta reseña se publicó en el número 19, correspondiente al otoño de 2005, de la Revista de Humanidades del Tec de Monterrey.)

1 de mayo de 2006

Un ruido de tatuajes y desgajamientos

México, país en que la juventud se acaba oficialmente a los 35 años (tal es la prescripción del FONCA, por lo menos), también es país de prórrogas, atenciones extemporáneas, extensiones de plazo, circunstancias excepcionales y posposiciones de toda índole. A este respecto, quisiera recordar —y no hará falta demostrar que la ocasión es buena— cuando hace diez o doce años, en Guanajuato, sin duda en pleno Festival Cervantino, David Huerta dictó una conferencia sobre las mujeres que van apareciendo en el Quijote y sobre la pastora Marcela en particular. El anfitrión de Huerta le dio trato aquella vez de “poeta joven”, a lo que David, que ya tenía más de 45 años y un primer nieto franco-mexicano, respondió con gratitud, pero también con cierta incomodidad. Esta noche yo quiero apropiarme del supuesto error de quien llamó entonces joven a David Huerta y hacer énfasis en que, por encima de cualquier otra consideración, no sólo yo, sino muchos lectores de mi edad (o alrededores) nos hemos acercado a Versión, a Cuaderno de noviembre, a Incurable, a La sombra de los perros o a El azul en la flama sin dudar que se trata de los libros de un contemporáneo, de un colega, de un camarada y de un afable maestro apenas mayor que nosotros, que nos tenemos por jóvenes aún. Entiéndase lo que diré a continuación, entonces, como la prueba de amistad y reconocimiento de un muchacho por otro, por abundantes que sean las canas que peinemos o lleguemos a peinar en poco tiempo.

*

Hay tentaciones y apetitos que, de tan intensos, nos parecen absurdamente lógicos y fáciles de satisfacer, además de cruciales y determinantes; apetitos que, por efecto quizás de alguna ley universal de compensación o de contradicción, acaban por suscitar (no importa si al cabo de segundos, de meses o de años) una legítima desconfianza, y se nos presentan luego como todo lo contrario, esto es: como inútiles distracciones para el espíritu, como trivialidades que han de callarse por consabidas, e incluso como anzuelos más bien maléficos en los que no habría que reparar siquiera, so pena de chabacanería, de insustancialidad y desdoro. Es lo que suele ocurrir con la tentación de justificar y explicar una obra de arte con los argumentos de la tradición a la que pertenece, del mundo en el que fue creada y del tiempo en que fue dable concebirla. Justo es advertir, con todo, que ambas intensidades —la del apetito irreprimible, primero, y la del consecuente repudio, enseguida— bien pueden aprovecharse para, equilibrándolas, obtener un promedio razonable, una suerte de “casa con dos puertas” en la que salir por una de ninguna forma excluya entrar más tarde por la otra. El único problema está en que buscar ese promedio es inclinarse apenas ante una tentación como cualquier otra, un mero apetito de serenidad y rigor que cederá después bajo el peso de la desconfianza, el descrédito y la insatisfacción, por lo que será indispensable retornar al comienzo del proceso…

Tratándose de Versión, el cuarto libro de poemas de David Huerta, publicado en 1978 por el Fondo de Cultura Económica, reimpreso por la misma editorial en 1983 y reeditado por Era en 2005 (con la significativa concesión, por añadidura, del premio Xavier Villaurrutia, también con fecha de 2005), la referida tentación es particularmente fuerte. Por un lado, no es fácil encontrar, entre los libros de poemas aparecidos en México tras el año axial de 1968, otros que, como Versión, hayan sido impresos en dos o más ocasiones —firme, si no es que inequívoca señal de interés por parte de los lectores— y hayan recibido, al mismo tiempo, algún premio de genuino prestigio. Pensemos en libros tan importantes y tan ardorosamente leídos como El tigre en la casa (Eduardo Lizalde, 1970) o El pobrecito señor X (Ricardo Castillo, 1976). En el caso de Versión, el apasionamiento de quienes han venido leyéndolo en más de veinticinco años no aligera los esfuerzos de quienes aspiramos a comprenderlo. Y es que la fama relativa, lejos de mitigar la rareza del poemario, la subraya, y subraya de paso las interrogantes de quienes vemos en él un cuerpo de belleza extraña, de introvertida objetividad y, si está permitido el oxímoron, de abundancia concisa. De ahí que parezca pertinente y hasta indispensable hallarle tradición y antecedentes a un libro como Versión, que no sabemos cómo explicarnos y a cuya inteligencia tratamos de acceder un poco a ciegas, lo cual no es condenable.

Por otro lado, es un hecho que todos y cada uno de los veintiocho poemas de Versión contienen giros, tópicos o palabras clave que no sólo nos permiten, sino que nos invitan a buscarles origen o pasado, a identificar a sus interlocutores, a señalar cuando un aparente cabo suelto en realidad es una especie de puente colgante que conduce hasta Residencia en la tierra, los Poemas humanos, el surrealismo, las diferentes poéticas coloquialistas del siglo XX o la poesía de Borges. Nos corresponde, pues, en tanto lectores, discurrir hasta qué punto el “pan inaudito” de “Profecías” (uno de los poemas de Versión) dialoga con el “pan tremendo” de César Vallejo; y establecer en qué medida es trascendente observar que “la memoria o el deseo”, según se mencionan en “La máquina biográfica”, o “las fibras de un sueño que mezcla realidad y deseo”, en “Arte de la duda”, remiten a los primeros versos de La tierra baldía (“mixing / memory and desire”) y al título de La realidad y el deseo; o investigar si, como es de presumirse, la “ropa húmeda cuyo peso finge toda una triste vida, / de un amarillo desconsuelo sexual”, que aparece tendida en “Primavera”, es de verdad un patchwork de vocabulario nerudiano. En todo caso, la verdadera comprensión dependerá no tanto de clasificar por sus diversas calidades y procedencias los materiales empleados por Huerta como de preguntarse a qué necesidades de la emoción o del intelecto responde tal empleo, y en qué universo más amplio —si puede inferirse alguno— se pueden agrupar dichas referencias. No está de más notar que los “diálogos” demostrables de Versión rebasan el ámbito de la sola poesía; sin ir más lejos, numerosas alusiones a la narrativa moderna (de Lovecraft y Stevenson a Gide y Nabokov) y a la pintura de Rembrandt y Vicente Rojo se hacen explícitas en algunos poemas; luego, su dinámico sistema de citas y paráfrasis de la poesía moderna debe subsumirse dentro de un hábito referencial más amplio y abarcador, que incluye también al cuento, la novela, las artes plásticas, la filosofía y a esa “obra de arte desconocida” que, a caballo entre la invención anónima y la cristalización de ciertos usos y de ciertas prácticas a menudo criticables, llamamos “habla cotidiana” y atribuimos al “genio de la lengua”.

Ahora bien, el ardid o artificio de situar un libro en el esquema de alguna tradición se hace definitivamente peligroso cuando ésta, la tradición, se nos quiere presentar en el discurso como algo diacrónico y vivo, en esencia, pero en el fondo adquiere los rasgos de una pesada estructura intransigente. Según este procedimiento de significación contradictoria o doble presupuesto estético, Versión tendría los rasgos de un hecho concreto, localizado en el puro tiempo de su primera edición y limitado al complemento, la compañía o el contraste de los acontecimientos que lo precedieron y de los acontecimientos que coincidieron con su manifestación original. Vale preguntarse, sin embargo, en qué fecha precisa, en qué punto exacto de las cuatro últimas décadas de la poesía mexicana es de veras legítimo situarse para leer Versión. ¿En algún punto, quizás, de la década de 1970, cuando apareció por primera vez? ¿En la década de 1980, cuando —como ya se dijo— fue reimpreso por su primer editor, el Fondo de Cultura Económica? ¿En la de 1990, la más generosa por ahora en cuanto a libros de Huerta, cuando la publicación de obras como Historia, La sombra de los perros y La música de lo que pasa enriqueció la imagen que antes hubiera podido formarse a propósito suyo, sobre todo la que se había ya entonces formado entre poetas y críticos de poesía en torno al gran desafío de Incurable, libro no sólo enorme por el dilatado número de páginas de amplia caja y reducido puntaje tipográfico, sino por la minuciosa y demorada concentración de su imaginario? ¿En la década liminar del siglo XXI, por último, ahora que otra editorial tiene la puntería de recuperarlo y ofrecerlo, con ello, al conocimiento de los nuevos lectores y a la renovada consideración de los antiguos? Habría que decirse más bien que algunos libros no contribuyen a la historia, no son meros datos ni fuentes que valga consultar, sino que son historia en sí mismos, y se comportan en la extensión del tiempo con diferentes actitudes y, por lo tanto, en diferentes registros de vitalidad, con diferentes grados de fuerza.

Tal es el caso de Versión, que hoy podemos leer, digamos, como el punto en que la sostenida y profunda inspiración de Cuaderno de noviembre —serena prosodia, largo fraseo, llameante delirio— se articula con el potente aguacero de Incurable. “Desato estas declaraciones únicamente para escuchar el roce de las letras / en tu rostro, mientras lees con una seca disposición / y te inclinas en las estrías invernales de una luz acercada e indiferente”: así comienza el poema que se titula “Declaraciones” y así podría comenzar todo el volumen, con la presencia de un yo asertivo, escrupuloso y observador que distinguimos como desdoblado, pero no repetido, en la sutil aparición de un no menos entrañable. Se trata de un yo que, por así decirlo, ya está en escena cuando el telón se levanta y comienza el “Prólogo” de Versión (“Atravesado por una gota oscura de silencio, toco mis bordes…”) y que veremos entrar en sucesivas metamorfosis, en sucesivos cuadros o fotogramas de sí mismo, a cambio de no haberlo visto nacer: “Envuelto en un color cambiante, escribo sobre los intersticios”. Y ese al que se ha hecho referencia, por su parte, cambia no menos que quien se hace cargo de registrar sus transformaciones, al grado que por momentos habría motivos para creerlo muerto y no sólo fantasmal o etéreo: "Mira este yeso con la figura de tus labios, la mascarilla donde las ramas del ídolo se mezclan con el vuelo de tu persona: / muerto y sucesivo vives, traslados te sostienen sobre las acariciadas ficciones de la carne / y en el espejo de la enmascarada extinción, de la serie que representas, estas ilusiones vienen a la deriva para que las contemples, / cortado de ti y con los huesos más sumergidos que nunca en el espeso ruido de la constancia maravillosa".

Pero la muerte no es más que una de las preocupaciones que toman forma en Versión, e incluso las maneras de acercársele varían, entre la creciente angustia de “Celda” (uno de los poemas más abiertamente narrativos del volumen) y la reflexiva emoción que poco a poco se desarrolla en “Deriva”, de donde provienen los versos que recién transcribimos. Donde se dice , en “Deriva”, se calla el nombre de un muerto, como se ha visto. Pues bien: a ese muerto se le conmina, sin patetismo, a morir, pero a morir con la misma sensibilidad con que se debería vivir, y con la misma vehemencia y el mismo deber de precisión: “Tendrías que buscar símbolos enterrados en la delgada luz, / diferencias imperceptibles bajo las bóvedas de sombra, para relacionar tu deseo con el mundo / y atar, así, el curso de tu carne a la estría que divaga”. Y la “estría que divaga” es acaso la realidad, especie de grieta que crece y se ramifica en la piel del mundo, en “la región múltiple de la cosa”, y que al crecer y ramificarse va enredándose y enhebrándose consigo misma, y va viendo formarse “los delgados nudos de lo que llamo la visibilidad”. Cuando, en alguno de sus avatares, el yo que hay en Versión tiene un recuerdo, no da por hecho que recuerda —no puede saberlo: está cambiando, y de nada le sirve ninguna certeza—; más bien se dice a sí mismo, con esa notable vocación de fenomenólogo que le vemos desplegar por todo el poemario, que aquello debe ser lo que otros llaman “el recuerdo”, esas “tentativas de la realidad para recuperarse en una materia calcinada en otro pliegue del calendario”. No debería extrañarnos, entonces, que después afirme: “Mis manos reposan sobre la ciega cara de los objetos, / los sacuden por los hombros y despiertan en ellos una sospecha de bosque, / de hojas estremecidas, de tela turbia”, ni que su explícita misión sea "escribir, escribir, escribir, con estas cosas tremendas ante los ojos, y abrir la boca desesperadamente mientras todo, / y 'todo es oscuro', alrededor se derrumba con un ruido de tatuajes y desgajamientos".

El aparente irracionalismo de Versión procede tal vez, en parte, del surrealismo histórico, pero sin duda es preferible relacionarlo con la pintura de los expresionistas abstractos norteamericanos y las técnicas de action painting, por una parte, y con cierta poesía francesa del siglo XIX, por la otra. Estamos ante un arte alucinatorio, pero no tan propenso a la figuración como el surrealista: es el arte, más bien, del que alucina sin admitir siquiera que puede hallarse alucinando (pensemos entonces en el Rimbaud de las Iluminaciones por encima del Rimbaud de Una temporada en el infierno) y que, por ello mismo, no se ve obligado a componer imágenes ni figuras, tendiendo así a la más rigurosa materialidad, a eso que ingenuamente —al hablar de pintura— se ha dado en llamar abstracción, a las “aspas de literalidad” que subrayará el propio David Huerta en frases largas y envolventes, en periodos que poco a poco rodearán a su lector y lo irán despojando no sólo de certezas, no sólo de confianza o de cordura, sino de referentes concretos y, de modo más hondo aún, de la específica sabiduría de referir en general. El verdadero asunto de Versión es la identidad, la “cascada enceguecedora de lo Mismo”, el “numeroso silencio” del ser y “la desolación del silencio, su distancia opaca”. Nunca estará de más, por consiguiente, recordar que la identidad tiene una compuerta (o es esa compuerta) que al mismo tiempo la preserva del otro y, si le permite abrirse a él, es en el entendido de una previa clausura y una previa separación. En lo que aquí se indaga, en suma, es en la oscuridad; no en lo invisible ni en lo inefable, sino en los hechos de no ver y de no significar. Y en los espacios donde un “implantado yo, en mangas de camisa, / agita sus húmedos emblemas para salir también en la fotografía”.

*

Christopher Domínguez Michael fue tal vez el primero en señalar públicamente, a mediados de los años 90, que a David Huerta ya sería bueno que se le diera el premio Xavier Villaurrutia. Hoy festejamos que tan deseada premiación por fin suceda. La circunstancia, por lo demás, tiene visos de peculiaridad, ya que se premia no una primera edición, sino una reedición. Tal es la suerte de algunos autores, de algunos libros y acaso, en términos generales, de la poesía como género literario y de la poesía como actividad soberana, presente continuo y memoria imperecedera, libre de urgencias y de calendarios industriales.



(En la revista Crítica se acaba de publicar "Un ruido de tatuajes y desgajamientos", artículo que leí en el Palacio de Bellas Artes el pasado 6 de marzo, es decir: la noche que David Huerta recibió el Premio Xavier Villaurrutia 2005 por su libro Versión. Reproduzco aquí el texto conservando los párrafos de inicio y de cierre, que sólo escribí para leerlos en voz alta esa vez y que son, por lo tanto, descaradamente circunstanciales.)

24 de abril de 2006

La crítica literaria en siete libros

FUNCIÓN DE LA POESÍA Y FUNCIÓN DE LA CRÍTICA

Poeta y ensayista fundamental, si bien lo primero muy por encima de lo segundo, T. S. Eliot (1888-1965) desarrolló en varios libros de prosa crítica una importante serie de concepciones generales, ideas particulares y complejas visiones del hecho literario y de su contexto, es decir: de la cultura en su sentido más noble y menos espectacular. Bajo el título de Función de la crítica y función de la poesía recogió las conferencias que dictara entre noviembre de 1932 y marzo de 1933 en la universidad norteamericana de Harvard. Se trata de seis lectures, amén de una introducción y una conclusión, enriquecidas por dos prólogos (uno, el de la edición original, y el otro, el de la edición de 1964) y anotadas con seriedad, pero también con desenvoltura. “Por crítica entiendo aquí toda la actividad intelectual encaminada bien a averiguar qué es poesía, cuál es su función, por qué se escribe, se lee o se recita, bien —suponiendo, más o menos conscientemente, que eso ya lo sabemos— a apreciar la verdadera poesía”, declara desde la introducción. Eliot opinaba que la crítica es una facultad que puede operar lo mismo en la poesía que sobre la poesía, y entendía que “una interacción entre prosa y verso, como la interacción entre dos lenguas, es una condición de vitalidad en literatura”. En la poesía, por lo tanto, la facultad crítica se manifestará en verso; sobre la poesía, en cambio, la facultad crítica se manifestará en prosa. El pensamiento crítico y poético en la época isabelina, en la época de John Dryden, en la época de William Wordsworth y Samuel Taylor Coleridge, en la época de John Keats y Percy Bysshe Shelley, en la obra de Matthew Arnold y en la era moderna, sin dejar nunca el ámbito inglés, ocupan respectivamente las disertaciones del poeta-crítico por excelencia del siglo XX. La traducción del poeta español Jaime Gil de Biedma —publicada por Seix Barral en 1955 y rescatada en 1999 por Tusquets— es de una solvencia impresionante, y su prólogo es inteligente, profundo y esclarecedor, o sea ineludible.



LA EXPERIENCIA LITERARIA

Alrededor de 1941, ya de regreso en México, Alfonso Reyes (1889-1959) se dio a la tarea de revisar algunos ensayos redactados entre 1929 y 1933 (“Teoría de la antología”, “De la traducción”, “Aduana lingüística”, “Categorías de la lectura”, “Jacob o idea de la poesía” y “Las jitanjáforas”) para, juntándolos con otros de reciente factura, componer La experiencia literaria, importante volumen de 1942. Leerlo de corrido es tanto como procurarse un agradable provecho que, además, da para meses de relectura, estudio y reflexión, como siempre que se trata de Reyes. En cuanto al tema, los puros títulos de algunos ensayos (“Aristarco o anatomía de la crítica”, “Detrás de los libros”, “El revés de un párrafo”, “El revés de una metáfora”, “Sobre la crítica de textos”) bastan para entender La experiencia literaria como un libro de crítica literaria y sobre crítica literaria, y no sólo de literatura y sobre literatura. Formado en la escuela de Menéndez Pidal, y conocedor por añadidura de la estilística y de la romanística europea de su tiempo, Reyes era consciente de que hacer teoría, como hacer crítica, no era en modo alguno reducirse a opinar ni a trasmitir meras impresiones de lectura, sino apegarse a los textos y a los diferentes modos en que los textos van comunicándose de generación en generación, oralmente o por escrito, en tirajes de imprenta o de puño y letra. Huelga decir que “Aristarco o anatomía de la crítica” es, desde la óptica con que aquí se le juzga, el más importante de los trabajos reunidos en La experiencia literaria, y es verdad que se trata de una meditación abierta, lo mismo variada que sintética, nunca dogmática, de convincente lucidez y admirable fuerza pedagógica, en torno a la crítica en tanto anomalía necesaria o “criatura paradójica” de la invención verbal. Y es que la crítica saca fuerzas de su aparente anormalidad —es la hermana juiciosa de una familia que se quiere sentimental e intuitiva—, y hace como que juega siempre de visitante, como que se conforma con el papel del comparsa, cediéndole protagonismo a los géneros de literatura “creativa” y a final de cuentas afirmándose como puro diálogo, ya que no como pura escucha: “La crítica es este enfrentarse o confrontarse, este pedirse cuentas, este conversar con el otro, con el que va conmigo”.



CREACIÓN Y DESTINO

Autor de un clásico absoluto de la investigación literaria, El alma romántica y el sueño, Albert Béguin (1901-1957) fue, junto con Marcel Raymond, Georges Poulet y Jean Starobinski, uno de los principales críticos de la llamada Escuela de Ginebra, que aportó a los estudios universitarios de literatura francesa mucho más que una simple bocanada de aire fresco. Tal aportación vino a darse bajo la forma de una indagación, de una búsqueda excepcionalmente innovadora y sólida: la búsqueda, la indagación de la conciencia creadora. Tenacidad filosófica, profundidad psicológica, rigor filológico y sensibilidad en el estilo —nótese bien: la combinación de tenacidad, profundidad, rigor y sensibilidad, no el uso interesado según convenga de ninguno de los cuatro factores ni la influencia desigual de uno solo sobre los que resten— son, más que las herramientas, los auténticos atributos de Béguin como escritor y pedagogo. He aquí tres de las preocupaciones fundamentales de la metodología de Béguin: de qué se compone la identidad poética; en qué medida el yo del escritor se construye ante su obra y en ella misma; y hasta qué punto es preciso tener en cuenta, para efectos críticos, la biografía del escritor y la historia de su comunidad (dicho de otro modo, a partir de qué punto se vuelve necesario desestimar esa biografía y esa historia). Pierre Grotzer preparó una vasta edición de artículos y notas dispersas de Béguin bajo el título de Création et destinée (Seuil, 1973); años después, el Fondo de Cultura Económica la publicó en México en dos tomos, en traducción de Mónica Mansour (Creación y destino, 1986). Importa señalar que la tercera parte del primer tomo es, como reza el epígrafe, una “Crítica de la crítica”: en ella se revisa, se comenta y, en efecto, se critica —en parte o en todo— la obra de Marcel Raymond, Charles du Bos, Gaston Bachelard, Georges Poulet, Jean Rousset, Lucien Goldmann y Roland Barthes. Constan además algunos ensayos más generales a propósito del oficio filológico y una estupenda nota sobre las ediciones modernas de los Pensamientos de Pascal.



CRÍTICA Y VERDAD

Puede ser que ya no haga falta presentar a Roland Barthes (1915-1980). En vista de que su prestigio alcanzó gran intensidad mundial entre 1970 y 1990, lo cual es tanto como admitir que ha decaído un poco en los últimos quince años, puede ser también que otra vez haga falta presentarlo. Articulista desenfadado y noblemente gracioso en Mitologías, escrupuloso analista de textos en Sobre Racine y S/Z, teórico literario y lingüista en El grado cero de la escritura y Elementos de semiología, escritor más “autográfico” que autobiográfico en Roland Barthes por Roland Barthes, crítico de sí mismo en Lección inaugural, ensayista fragmentario y ecléctico en El placer del texto y Fragmentos de un discurso amoroso, Barthes pertenece más a la historia de la literatura que a la historia de la investigación académica o de la especulación estética (siempre y cuando se reconozca que, como en los casos de Kierkegaard o Nietzsche, no por formar parte de la primera deja de formar parte de las demás, y que su atractivo emana de la frontera misma en la que acertó a situarse). Crítica y verdad es un pequeñísimo libro en dos capítulos o, si se prefiere, la unión de dos artículos de alto voltaje, dada su vocación polémica y su origen coyuntural. Aparecido en 1966, el volumen es antes que nada la reacción de Barthes a los ataques de Raymond Picard vertidos en el panfleto Nouvelle critique ou nouvelle imposture. Irritado por el tratamiento que diera Barthes en 1964 a la obra de Jean Racine, Picard hizo en su libro una defensa virulenta de la filología tradicional y entabló en contra de la Nueva Crítica francesa una especie de querella inflamada. Con agudeza, con apasionamiento, con exactitud intelectual y profusión de citas y ejemplos, Barthes respondió a Picard y, en la medida que mostró las limitaciones del comentario de textos a la usanza tradicional y de “lo verosímil crítico”, presentó su manifiesto. Voraz lector de la teoría psicoanalítica, del pensamiento marxista y del estructuralismo lingüístico y antropológico, pero amante del teatro clásico y la novela moderna de Francia por encima de todo, Barthes encontró en Crítica y verdad la manera idónea de rebatir a un contrincante que insistió en presentársele como tal y, al mismo tiempo, sugerir la urgencia de una nueva epistemología para los estudios literarios. Obra del escritor argentino José Bianco, la traducción al español —que, dicho sea de paso, está como pidiendo a gritos una profunda revisión, incluso en materia de léxico y sintaxis— fue publicada por Siglo XXI en 1971.



CRÍTICA DE LA CRÍTICA

Introductor en Europa occidental de la teoría formalista rusa, el pensador y ensayista francés de origen búlgaro Tzvetan Todorov (1939) acaso es quien haya sufrido peor que nadie los malentendidos que afectan a la imagen pública de la investigación literaria contemporánea. Es frecuente oír que se le achaquen los defectos de la suma frialdad, la concepción demasiado “cerebral” de los fenómenos artísticos y, en síntesis, el excesivo intelectualismo y la inhumana despersonalización en materia de análisis textual. Todo ello, sin embargo, se revela falso tras la lectura de sus libros, incluso de los primeros y más “duros” de su bibliografía, como Introducción a la literatura fantástica y Poética de la prosa. Todorov es en realidad un prosista cálido, siempre consciente de su propia subjetividad, siempre apegado a su amor por la literatura y a la perspectiva humanista, pasiones con las que aprendió a contrarrestar las infecundas cuadraturas mentales que se le habían querido imponer, en su país natal, bajo la forma del más chato marxismo y, en Francia, bajo la forma del estructuralismo más geométrico y determinista. Crítica de la crítica, su libro de 1984 (publicado por Paidós en 1991, en traducción de José Sánchez Lecuna), es un libro de homenajes y diálogos no exentos, cuando hace falta, de distancia y escepticismo: diálogos francos, incluso entrevistas y correspondencias con Ian Watt y Paul Bénichou, y homenajes a los ya referidos formalistas rusos, a escritores-críticos como Bertold Brecht y Alfred Döblin, a críticos-escritores como Jean-Paul Sartre, Maurice Blanchot y Roland Barthes, a Mijaíl Bajtin, a Northrop Frye. En la línea de Bajtin, sin ir más lejos, Todorov propone la normalización de una “crítica dialógica”, paralelamente sensible al carácter intransitivo del hecho poético y a la escucha complementaria y activa de sus lectores. Escrito en la década en que Todorov comenzó a interesarse por la historia de las mentalidades, por el sitio del otro en dicha historia y por los problemas de la memoria individual en competencia con la memoria colectiva, Crítica de la crítica es un examen de conciencia y la ratificación explícita de un interés que, a pesar de las apariencias, no se ha degradado en la jerarquía de sus predilecciones.



ENSAYOS SOBRE CRÍTICA LITERARIA

Entre los críticos literarios de México, Antonio Alatorre (1922) tiene décadas ejerciendo al menos dos funciones extraoficiales, al margen de su trabajo propiamente dicho de aula y gabinete: por un lado es, desde la perspectiva más o menos “extranjera” de la comunidad literaria, el más importante de cuantos hayan seguido alguna formación académica y se desenvuelvan en medios universitarios; por el otro, y en función de lo anterior, es también el que mejor puede vincular ambos campos, el de los profesores y el de los escritores, y el que mayores libros de intersección haya publicado entre ambos conjuntos. No hace falta buscar muchos ejemplos para ilustrarlo: sus Ensayos sobre crítica literaria, publicados en 1993, aparecieron bajo el rótulo de una colección “literaria”, no “académica” (la de Lecturas Mexicanas, hoy del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, antes de la Secretaría de Educación Pública), y se han vuelto material de referencia lo mismo para lectores diletantes que para investigadores y filólogos de profesión. El secreto de Alatorre, por así decirlo, está en mezclar vitalidad y rigor en sus artículos (que no por estrictos dejan de ser amenos… o al revés) y en combinar datos de primera mano con reflexiones mesuradas, en un clima de modestia y desenvoltura. “Sé muy bien que no hay grandes novedades en estos ensayos”, asegura en la introducción al volumen. Y continúa: “No me pico de original. No descubro caminos críticos desusados. Ni sigo ni propongo un método. Mi lenguaje no tiene nada de técnico. Mi vocabulario es el de entre semana. Mi filosofía, el sentido común”. Feliz manera de subrayar lo contrario: la novedad, en Alatorre, tiene que ver menos con el descubrimiento que con la ratificación de un estilo; menos con la incómoda sorpresa del neologismo que con la frescura del habla cotidiana; menos, en fin, con las indescifrables galas de algún monarca exótico que con la sencillez de un maestro en la mejor disposición de conversar y entenderse con sus lectores.



BREVE HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA

Para disfrutar al máximo la Breve historia de la crítica literaria de Vernon Hall Jr. (1913) hace falta negociar primero con el autor. Su concepto de crítica literaria, en efecto, cubre sin demasiados resquemores los campos de la poética y de las ideas artísticas en general, amplitud que tal vez desoriente a más de un lector. Aceptada esta condición, que no es en todo caso abusiva, los treinta y tres capítulos de su libro (publicado en inglés en 1963 y vertido al español por Federico Patán López para el Fondo de Cultura Económica, que lo incorporó a su colección de breviarios en 1982) fluyen con serenidad, buen humor y genuino espíritu didáctico. Los capítulos de Hall bien pudieran agregarse a cualquier diccionario enciclopédico especializado en filología y estudios literarios: tal es la concisión de su prosa, tal su fiabilidad. Se trata, en suma, de un libro ideal para consultarlo, esto es: que se deja visitar de cuando en cuando sin exigir que la visita se prolongue, si bien estará siempre disponible para recorridos más largos o más lentos. Las ideas de Platón, Aristóteles, Horacio, los humanistas florentinos, Boileau, Pope, Jonson, Wordsworth y Coleridge, Goethe, Sainte-Beuve, Arnold, los novelistas franceses de fines del siglo XIX, los marxistas, los fenomenólogos, Freud, Eliot, la Nueva Crítica inglesa y demás pensadores o practicantes de la crítica literaria occidental de casi dos milenios y medio son resumidas por Hall con certeza y, sobre todo, sin excentricidades. Otras historias hay de la crítica literaria, más concienzudas en el manejo del microscopio, más detalladas en los índices y en la bibliografía consultada. La de Vernon Hall Jr. de seguro es la más divertida, la más hospitalaria.



(Ayer, en Guadalajara como en otras partes del mundo, se celebró el Día Mundial del Libro. Por esta razón, y con el título de Otro cantar. Invitación a la crítica literaria, se publicó un libro mío que fue regalado en librerías y centros culturales. La iniciativa de publicarlo fue del editor Avelino Sordo Vilchis, quien desde 2002 elabora un libro a estas alturas del año para ofrecerlo a quienes amen la lectura o quieran simplemente acercarse a ella. "La crítica literaria en siete libros" es el texto final de Otro cantar.)

17 de abril de 2006

La culpable amistad

Tal vez la diferencia principal entre la política y la cultura, o sea entre la polaca y la culturita, radique no en vulgares cuestiones metafísicas ni en sublimes asuntos de presupuesto, sino en la importancia y el valor que los actores de un campo y del otro le conceden al hábito de hacer amigos y conservarlos. Es de lo más normal pensar que la gente de la cultura, de inclinaciones presumiblemente artísticas y educación ateniense, cuando escribe “amistad” lo hace con A mayúscula, y venera de cuerpo entero ese concepto y esa noble práctica, mientras que a los patanes de la pública grilla partidista (fulanos de lo peorcito, según la opinión más extendida) eso de cultivar la solidaridad, el afecto desinteresado y otras naderías por el estilo viene importándoles poco. Lo cierto, sin embargo, es que cineastas, poetas y pintores no pierden ocasión de condenar los libros, películas o exposiciones de sus colegas (que desde luego no han leído, visto ni visitado) imponiéndoles el oprobioso estigma de que “algún amigo” los financió, promovió, premió y reseñó con elogios al mismo tiempo. Con lo cual se demuestra que la pobre amistad, lejos de ser una virtud entre artistas y homínidos afines, en realidad es una vergüenza y una mala palabra.

Entre los políticos, en cambio, nada está mejor visto que tener amigos, y el vicio que se verifica en dicho gremio, si acaso, es el de inventarse camaradas improbables. Con los amigos de los políticos ocurre lo mismo que con los collares de perlas en los bailes de gala: se trata de ostentarlos, no de alegar que son genuinos. Los llamados “amigos” de Vicente Fox ya sabemos quiénes resultaron ser. Los eventuales amigos de Felipe Calderón ya están asomando igualmente la cabeza. De los inconcebibles amigos de Roberto Madrazo vale más no hablar: no sea que alguien esté grabándonos, y así nos vaya. Que sus amigos resulten falsos no implica que también lo sean sus guardaespaldas.

Pero los más impresionantes, los más chimengüenchones, con toda seguridad son los amigos de Andrés Manuel López Obrador, alias López. Pero no me refiero a sus amigotes del billar, la cervecita, el chiste lépero y el abrazo fraterno, si es que los tiene, sino a los amigos que la señora Leticia Hernández (Dios la bendiga) y el ya mencionado Felipe Calderón le atribuyen: Hugo Chávez, Evo Morales y Fidel Castro. ¡A ver quién le mata esos reyes! No huelga recordar que la señora Hernández, vecina de la colonia Juan Manuel Vallarta y apasionada opositora de López Obrador, a quien atribuye las intenciones de arrasar con la Iglesia católica, patrocinar “el matrimonio de los homosexuales, la eutanasia y el aborto” y pactar “con la China comunista”, publicó en Mural el pasado 15 de diciembre una carta profundamente afín a los discursos de Calderón. Brindo por Leticia y Felipe. Si yo no fuera gente del “medio cultural”, o sea enemigo de las amistades, diría que aquí hay con qué armar una bonita relación de amigos para siempre.



("La culpable amistad" apareció en Mural el domingo 9 de abril.)

13 de marzo de 2006

Dos poemas en Crítica

THE DAY AFTER

Esa mañana que hoy viviste
de las ocho a las doce,
del ignorado timbre del reloj
a la inercia de nada comenzar,
del cero al cero,
ya estaba calculada en los horarios
de un pasado que fue tiempo presente,
de un ayer, un anoche
que tuvo del ahora y del aquí
noticias muy remotas, adelantos,
anticipos robados al futuro.

No había manera de cerrar la puerta
ni de abrirla. En el quicio,
en su reposo transparente,
su edificio de víspera y paciencia,
parecían congelarse los ruidos de la calle
y mantenerse al margen de otro frío,
el de adentro, que acaso en las ventanas
hallaría su forma verdadera,
entre la pertinacia de la lluvia
y la inconstancia del relámpago.

La cama, tres o cuatro libros,
una lámpara.
Vivir entre las cosas
no se distingue de vivir
al margen de las cosas.
Esa mañana que hoy viviste,
hoy que ya es tarde,
hoy que no abres la puerta
y sola no se cierra,
es el anuncio cuando mucho
de la mañana de mañana
—memoria que vendrá, será presente,
será futuro al fin de otra memoria—
y en ella suena ese reloj que omites
y se dejan de oír los ruidos de la calle,
y aunque tú no lo notes
acaba de cargarte la chingada.



BEST OF

Punto de mí, poquita cosa,
monda, morusa, pedacera
de una pieza nomás
o lo que al cabo sobra de una pieza
cuando ya no se sabe de dónde la trozaron.

Dedos inservibles, ¿de dónde
arrancaron esa pieza? Manos
de pie, paradas, hechas bolas,
¿hasta dónde gatearon
conmigo debajo de las uñas?
Tierra de mí. Poquita cosa.

Dedos, insisto,
dedos de mis manos,
manos, pedazos, ¿qué me saben
que ya ni de rozón,
ya ni de lejos,
ya ni en la sombra
se atreven a tocarme?

Hueso en el plato, cáscara, morralla.
Caries. Raspadura. Hoyo negro.
De dónde te sacaron. Buenas tardes.
De dónde te sacaron. Buenas noches.
Punto de mí. Quién habla. Mucho gusto.



("The Day After" y "Best Of" acaban de aparecer en el número 114 de la revista Crítica, correspondiente a los meses de febrero y marzo de 2006. Un tercer poema, "Prosa de las plumas", apareció en la misma revista, pero me declaro incapaz de reproducirlo aquí con las características tipográficas que le son propias.)

27 de febrero de 2006

Principio del camino

Traigo cosas guardadas.
Tapones y agujeros. Deudas y monedas.
Relojes que se pararon en la noche
y dos piernas que saben sostenerme.

Todo al alcance de la mano.
Todo en la sombra, como violines en su estuche
o piedra en su zapato. Y nadie sabe
cómo fui capaz, ni cómo al esconderlo
me supuse moneda, deuda o minuto suspendido.

Yo no fui la moneda ni la deuda. Fui
las dos piernas y las manos,
pero sin moverme. Traje cosas
guardadas. Ya estoy dándolas.



("Principio del camino" acaba de aparecer en el número 2 de la revista Prisma Volante.)

20 de febrero de 2006

Neckar, agosto, Rojas

al río Neckar, al mes de agosto, a Gonzalo Rojas


En todas las ventanas hay un río, y en donde
no hay ventanas. Una

torre y un
río, porque al hombre

no le dicen dos veces que se aferre
a sus danzas, sus ópalos, sus miserables

monedas. Cuando apenas se abren
las horas iniciales de la noche, ya termina

él de oficiar embrujos y exorcismos,
ya cierra las hogueras como llaves

de un gas inútil. Ya
está de nuevo con sus símbolos,

seguro, cubierto, a buen resguardo, ausente.

*

Las horas iniciales de la noche
y el abandono de las piedras y la encina: las piedras,
que no llevan trazado
el alzamiento de ninguna torre, la distancia
de ningún camino, ésas,
solas,
se desperdigan bajo un árbol
y es adrede.

*

Tres o cuatro monedas
en el fondo, en el
lecho. En un fondo,
tal vez, más impreciso: el del mar,

que no es lecho. Tres
o cuatro, sin huir
del símbolo

como has huido tú
del nombre. No todos
nos llamamos. Tú,
por lo menos,
no te llamas. O podríamos mirarte:
un río, un puño
de monedas. Todas,
en el fondo,

todas las ventanas
son la ventana de una torre.
La más alta
o la única.



("Neckar, agosto, Rojas" apareció en el número 2 de la revista La Cabeza del Moro, del Instituto Zacatecano de Cultura. Desafortunadamente, algunas características tipográficas del poema no fueron respetadas en dicha publicación. Ahora "cuelgo" aquí este poema en una versión algo más fiel a su original.)

9 de febrero de 2006

Un deber por seis

No hace mucho tiempo se me ocurrió declarar que la crítica (entendida en su sentido más trivial, esto es: como una forma peculiar de hacer textos, trátese de reseñas o de artículos de investigación o de conferencias) es el patito feo de la experiencia literaria, para decirlo con Alfonso Reyes. Hoy diría que la crítica, de ser en verdad obligatorio compararla con algún animal, se parece más bien el perro flaco del proverbio: ése al que se le cargan las pulgas. Hablo aquí de la literatura como institución, como práctica socialmente admitida y regulada. Y me pregunto qué pulgas tienden a cargársele a la crítica, y por qué, y en qué medida el perro flaco pudiera incluso buscarle provecho a su desventaja.

Pienso ahora en uno de los breves, austeros y calmadamente valerosos ensayos de Chesterton: el que se titula “Elogiar, exaltar, establecer y defender”. Así enumerados, los verbos del título constituyen el primer verso de un poema de Hilaire Belloc. Dicho verso le sirve a Chesterton para nombrar las que, según él, son las principales ausencias (o, en singular, la principal ausencia: el “gran espacio en blanco”) de la mejor literatura contemporánea. Cada verbo, en la enumeración, va detrás de otro al que invoca y por el que se justifica; y elogiar, exaltar, establecer y defender forman, para el autor de Ortodoxia y la saga del padre Brown, el ético agujero negro, la carencia fundamental de las letras de su tiempo. No saber elogiar nada, ni mucho menos elevarlo con exaltación —menos aún establecerlo en donde se le crea necesario, ni defenderlo en suma—, y resignarse apenas a saber que no se sabe, termina siendo un lastre demasiado grave para todo escritor que busque medirse con los grandes autores de la tradición.

Es importante advertir que las teorías del texto, los modelos de interpretación y los métodos de análisis enseñados en facultades y escuelas de letras no desembocan tanto en una ética como en una pragmática de los estudios literarios. Y tal vez, al parejo de una conciencia de su propia práctica, otra conciencia, la de sus auténticos alcances, exigencias, responsabilidades y aspiraciones, la conciencia de su deber ser, sea lo que necesiten hoy en día la narrativa, la poesía, la dramaturgia y el ensayo. En mi opinión, el poliédrico deber de todo crítico literario (el de ser pertinente, informativo y descriptivo; el de saber explicar, discutir y valorar) terminará conduciéndolo a recobrar para su literatura los cuatro verbos que Chesterton cita de Belloc. Es necesario educarse para decir . El crítico debe saberlo. En palabras de Luis Goytisolo, “el crítico se debe única y exclusivamente a ese organismo inmaterial pero vivo —ya que vive en los lectores de cada momento— que es la creación literaria”; y deberse a ella no significa rendirle ciegos homenajes ni festejarle tantas gracias como sea capaz de ostentar, sino completarla con aquello de lo que, a nivel creativo, carece.



("Un deber por seis" apareció el domingo pasado, 5 de febrero de 2006, en Mural.)

31 de enero de 2006

Tras el festejo, el hermano del hijo pródigo se resuelve a mostrar quién es el peor de ambos

El hijo mayor se hallaba en el campo, y cuando, de vuelta, se acercaba a su casa, oyó la música y los coros. Y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo: “Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha mandado matar un becerro cebado, porque le ha recobrado sano”. Él se enojó y no quería entrar, pero su padre salió y le llamó. Él respondió y dijo a su padre: “Hace ya tantos años que te sirvo sin jamás haber traspasado tus mandatos, y nunca me diste un cabrito para hacer fiesta con mis amigos, y al venir este hijo tuyo, que ha consumido tu fortuna con meretrices, le matas un becerro cebado". Él le dijo: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todos mis bienes tuyos son; mas era preciso hacer fiesta y alegrarse, porque este tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado”.

LUCAS, 15:25-32


Suponiendo que te lo diga.
Vamos a suponerlo. Que yo te diga:
“Soy el peor de tus hijos”.
O, a lo mejor, que lo mitigue:
“Vengo, padre, como el peor
de tus hijos”. Como si el peor
fuera el otro. Como si yo apenas
me le asemejara. Supongamos.
¿Ganarías algo con oírmelo?
¿Te venderían la gasolina más barata?
¿Conseguirías jubilarte por adelantado?
¿Te dirías a ti mismo: “Es lo que yo
esperaba oír”, y entenderías entonces
que ya no soy el peor, ni casi el peor,
pues he mejorado al admitirlo?

Brincos diéramos, padre. Bueno fuera.

Tendrá la culpa esta memoria,
si tú quieres. Qué digo
esta memoria: este recuerdo
solo, del día que temiste
tener un hijo menos, pues
ya no estaba por ninguna parte,
y me pediste a mí con la mirada
y un movimiento indigno de la mano
que fuera tus dos hijos, y que fuera
de preferencia el que perdiste.

¿Tendré la culpa yo, que soy
esta memoria? Qué digo
esta memoria: este recuerdo,
el rastro de la voz —mi propia voz—
del hijo que dejé de ser,
y para qué: para no ser
tampoco el otro. Qué digo
ese recuerdo: más bien el de tus ojos
mirando a través de los rebaños,
cruzando los campos de trabajo
y topándose al fin con el hombre que venía
y era el hijo perdido y el hermano
que yo no pude ser, que no fui nunca,
que se quedó sin mí al estar perdido
y me dejó sin él,
que me quedé también sin ambos
al irme sin mi cuerpo y al dejarme
a solas con tu tierra, padre,
solo de ti, solo de todos, a la espera
del día en que volviéramos, del día
en que pudiéramos al fin reconocernos.



(En el número 2 de Voz Otra. Revista iberoamericana de poesía y crítica, recientemente aparecido, se ha incluido este poema.)

23 de enero de 2006

Mitos viejos de la poesía nueva para ejemplo y beneficio de chicos y grandes

De todas las creencias irracionales del mundo contemporáneo, tal vez la más intensa y extendida consista en dar por hecho que nuestra civilización y nuestra época —tan variada y fragmentaria la una como la otra, en realidad— son refractarias a cualquier especie de creencia irracional. Nos reconforta pensar que los actores llegan a ser “grandes” cuando se hacen viejos, que la sociedad mexicana es “occidental” y que las vías de telecomunicación pueden acercarnos verdaderamente a los demás; pero quizás nada nos defina mejor que la creencia insensata de que no abrigamos ninguna creencia insensata.

Suele creerse también que los mitos, por muy bellos y edificantes que nos parezcan, pertenecen —digámoslo así— al pretérito absoluto del hombre, a la prehistoria de sus ideas y de su imaginario, a las ruinas majestuosas pero inservibles que la conciencia moderna (con tal de hallarles alguna utilidad) transformó en cimientos de su fresca, luminosa y funcional estructuración. Lo cual es apenas eso: un acto de fe, un ejercicio de wishful thinking descabellado y no menos ingenuo que los relatos mismos que así buscamos desactivar. Fingir que los mitos nos gustan al margen de su vinculación improbable o probable con la vida cotidiana es engañarse ridículamente, primero, porque no todos los mitos “gustan” (y es que todavía no ha nacido una persona capaz de apreciar la belleza de todos los mitos, como no hay nadie que halle satisfactorias todas las novelas ni todas las películas) y, segundo, porque si algún mito en particular no parece relacionarse con la vida que vivimos a diario no es tanto por una deficiencia del mito de marras cuanto por una limitación comprensible de nuestras vidas. Los temas del mito son escasos: el origen del universo, los trabajos y combates de criaturas divinas y semidivinas, la fábrica del humano. Todos, por lo tanto, podríamos vincularnos con ellos con sólo proponérnoslo.

Y es que los mitos, en principio, son relatos, módulos narrativos que no existen en función de su pintoresquismo ni de su rendimiento pedagógico sino en función de su verosimilitud o, mejor aún, de su verdad. El común denominador de los mitos no es desde luego su belleza ¬—valor inestable donde los haya— ni su doble fondo simbólico; el común denominador de los mitos, al menos en la opinión de los mayores antropólogos del siglo XX, de Mircea Eliade a Walter F. Otto y de Claude Lévi-Strauss a Jean-Pierre Vernant, es el hecho de que todos fueron admitidos como verdades indiscutibles en algún momento de la historia humana. Al contrario de lo que suele pensarse, los mitos no se caracterizan por constituir sistemas o repertorios de mentiras: de Aquiles a Jesucristo y de Gilgamesh a los Niños Héroes, los personajes mitológicos protagonizan historias que fueron o siguen siendo contadas en sus respectivas comunidades porque se narraba o se narra en ellas la verdad (y sin importar, como es obvio, cuán risible o caduca pueda ser esa verdad en otros contextos étnicos, religiosos o históricos).

En mi opinión, la comunidad mexicana de poetas contemporáneos tiende a contarse una serie de mitos que por supuesto alimentan el trabajo de teorizadores y críticos literarios (llamémosles de algún modo) y estructuran la inconfesable religión de sus adeptos. Elijo cinco de tales mitos y procedo, ya que no a narrarlos in extenso, sí por lo menos a presentar sus generalidades y a describir sus implicaciones más corrientes. También hago un esfuerzo por no acentuar los rasgos de un imaginario ya en sí mismo copioso, extenuante, abigarrado, hiperestésico, vulnerable y francamente grotesco.


EL ENERGÚMENO SENSATO

Hijo del Poeta Joven y la miss de Inglés, el Energúmeno Sensato recoge los peores atributos de ambos progenitores y ninguna de sus virtudes. En el mito del Poeta Joven, por ejemplo, acaba siendo imprescindible atribuirle un carácter noctívago y arriesgado al protagonista. En cambio, el Energúmeno Sensato sale a veces de noche, rompe botellas de cerveza en las banquetas, halla la manera de ostentar sus lecturas, opina, vomita y bendice la intemperie de la razón poética, pero lleva encendido el teléfono celular “para lo que se ofrezca” y viaja en taxi (o bien, donde los taxis le inspiran alguna desconfianza, echa mano de su segundo apellido, la sensatez, y convence al único amigo que trae coche para que lo deje a salvo en la mismísima puerta de su domicilio).

Cuando las cosas de la culturita lo enfadan, esto es: cuando se publican las nóminas del FONCA y en ellas no figura su nombre ni el de su mejor amigo, el Energúmeno Sensato espectacularmente piensa que nadie sino él mantiene vivo el fuego del así llamado “sentido común” y lo sigue creyendo aunque, de ser verdad que sólo adentro de su cráneo haya lugar para la cordura, dicho sentido resulta lo que sea menos común. En cambio, si las cosas de la culturita lo favorecen, el Energúmeno Sensato concluye que la sensatez forma parte del ambiente, que la cordura impregna el oxígeno y que la democracia (que todos en el medio entienden y practican) basta para distinguir entre los malos poetas y los buenos.

Tratándose del Energúmeno Sensato, la propensión de sus pares al pensamiento mágico alimenta su “propuesta” con arreglo a la más ordinaria de las creencias: la fe de que algún día, cuando se lo proponga, escribirá poemas memorables.


EL VANGUARDISTA DE SEGUNDA FILA

Filológicamente hablando, el mito del Vanguardista de Segunda Fila se presta más que ningún otro a la polémica, y es que algunos especialistas consideran apócrifos los relatos que narran sus hazañas. Para ciertos críticos, en efecto, el propio Vanguardista de Segunda Fila es autor de su árbol genealógico —en el que aparece vinculado por igual con Huidobro y Girondo, con Vallejo y Lezama Lima— y es él mismo quien edita las revistas, coordina los talleres literarios y prepara las antologías que deben reforzar su prestigio.

Cuentan los mitógrafos —o el Vanguardista de Segunda Fila himself, como se ha visto— que, cierta noche de aullidos y relámpagos, el poeta en cuestión leyó que la imagen era el componente decisivo de la estética vanguardista. Y el Vanguardista de Segunda Fila, sin duda obtuso pero con olfato, decidió crearse justamente una imagen. También se cuenta que otra página teórica le reveló que, si bien la imagen era el factor clave de la vanguardia histórica, el tratamiento crítico del idioma era el punto de inflexión de la posvanguardia. Y, lejos de reflexionar en aquello del “tratamiento crítico del idioma”, el escueto Vanguardista de Segunda Fila se limitó a observar que, si vanguardistas eran los que iban adelante, posvanguardistas tendrían que ser los que iban tras los vanguardistas. Resuelto a ser no sólo un genuino posvanguardista, sino el mayor de todos, el Vanguardista de Segunda Fila se puso detrás de las vanguardias (atribuyendo a la preposición tras un significado espacial, no temporal) y, al hallar que otros posvanguardistas habían tomado ya la misma decisión, se puso también detrás de los posvanguardistas.

La posición final del Vanguardista de Segunda Fila hizo el resto: marginado por sus iguales, trabó amistad con la retaguardia (que le quedaba un paso atrás) y levantó las aras de su propia gloria en los rinconcitos que más o menos le iban dejando libres algún gobierno extranjero, el infalible gobierno nacional, este gobierno estatal y aquel otro gobierno municipal. Y siguió así el ejemplo trascendente de futuristas y estridentistas: oscilar, mientras el cuerpo aguante, de Mussolini a Fidel Velázquez.


EL MAESTRO NEUMÁTICO

Avatar de Cronos o de Jehová, según convenga, el Maestro Neumático es una especie de comodín inflable que aparece y desaparece —como el grandioso dirigible de la Goodyear— cuando la ocasión lo amerita. Sin ir más lejos, en 1998, tras la muerte de Octavio Paz, no faltaron los reporteros que acorralaron a quien se dejara con la siguiente pregunta: “¿Quién ocupará en el siglo XXI el sitio que Paz dejó vacante?” Dicho de otro modo: ya que ahora se nos permite desinflar este globo, ¿a quién debemos inflar en su reemplazo? Inflacionaria compulsión que reveló un hecho acaso triste: Paz, en el repertorio simuladamente religioso de los medios poéticos, no había sido un maestro verdadero, individual, sino la encarnación más reciente del Maestro Neumático. Lo mismo habían sido, antaño, con sus apogeos y sus posteriores caídas en desgracia, Enrique González Martínez y Alfonso Reyes.

El mito del Maestro Neumático, por lo tanto, es fundamentalmente melancólico. La realidad pretende que los maestros, cuando los hay, vivan como suelen vivir las personas comunes y corrientes. El medio poético mexicano, insensible a la realidad, quiere que los maestros vayan y vengan según la necesidad que haya de invocarlos. La metáfora sexual está sobre la mesa (o, por qué no, sobre la cama): el Maestro Neumático es parecido a las muñecas inflables que toda sex-shop que se respete vende al menudeo. Muchas revistas, en este sentido, circulan por ahí como envases al vacío de agradable carátula y pecaminoso contenido. Cuando hace falta elogiar al inventor de los talleres literarios contemporáneos, venga el número dedicado a Elías Nandino; cuando hace falta dárselas de intransigente, venga un homenaje a Jorge Cuesta; si los viejos ya nos hartaron y hace falta reavivar el mito del Poeta Joven, saquemos del féretro a José Carlos Becerra.

Lo cierto es que figuras como la de Paz no volverán a florecer en México. Tampoco en Francia volvieron a surgir figuras como la de Victor Hugo, que gobernó en su momento la conciencia pública y dominó simultáneamente los gustos literarios del mundo “culto”. La fragmentación del medio literario en México es apenas un fenómeno transitorio que viene a maquillar su irremediable declive. Lo que hoy se presenta como dispersión republicana dará lugar en pocas décadas a la indolora y simple disolución del interés por las artes, mismo que ya por estas fechas da muestras de no gozar más que de una vigencia política o, mejor aún, burocrática. Los verdaderos heraldos del futuro son esos pintores “de sociedad” que decoran las páginas de sociales no con sus obras, que aparecen en segundo plano, sino con sus rostros y apellidos. Pintores que luego serán olvidados en beneficio de otros no menos obsolescentes. Anuncios del Maestro Neumático y su inminente reino de mil años, en suma.


EL PROFESOR CULPABLE

Representado unas veces como animal —buey o borrego— y otras como vendedor de seguros o abogado de oficio, el Profesor Culpable tiene ilustres parientes entre los irracionales. La perra de algún poema de Lizalde, que sufre con estoicismo la violenta ira de un amo resentido y borracho, resignándose a los malos tratos e incluso justificándolos, y el Chivo Expiatorio de ciertas purgas religiosas, espejo y recipiente de los vicios ajenos, apoyan y en verdad cimientan —con aguante del bueno— su bondad cretina. Quieren los relatos que alguna vez, en pleno banquete de columnistas dominicales y reseñistas exquisitos, el Profesor Culpable haya descubierto su vocación de cargar con la responsabilidad moral de la mala educación literaria y el mal estado en general del espíritu. Vocación que lo ha llevado a resistir, como es obvio, los frecuentes ataques (ya inútiles) que todavía le prodiga, tal vez como señales de aprecio, el medio literario.

No hace mucho, el crítico y ensayista Christopher Domínguez Michael, entrevistado por quien esto escribe, afirmó lo siguiente: “No podemos dejar que la academia sea el único espacio para la disertación”. Y remató su opinión con severidad: “Salvo Antonio Alatorre, nuestra academia no ha producido grandes ensayistas, gente de buena prosa”. Lo curioso es que Julio Torri, profesor de toda la vida, y en cierta forma Luigi Amara y Ramón Xirau (escojo adrede nombres muy distintos y caracteres muy distantes entre sí), a quienes el propio Domínguez Michael cita como ejemplos de la buena salud o el estupendo pasado del ensayo mexicano, son “productos” de la formación académica nacional. De lo cual se debe inferir que Domínguez Michael, en las frases que cito, no está exponiendo una conclusión verificable sino ejerciendo el arte del kung-fu o el boxeo de salón en contra de un viejo contendiente inerme y agradecido: el Profesor Culpable.

Pero las culpas de sus adversarios —los deberes todavía por cumplir de los atávicos rivales del Profesor Culpable— no se vuelven por ello menos graves, ni menos dudosas resultan sus enseñanzas paralelas. Lo mismo que con el Chivo Expiatorio y la perra de Lizalde, a cuyos amos o encendidos usuarios les remuerde sin falta la conciencia.


EL PROMOTOR ASCENDENTE

Hijo residual —probablemente adoptivo— de Tlacaélel y la Carta Poder, el Promotor Ascendente se aparece hoy por hoy como el más vigoroso y rozagante de los héroes mitológicos nacionales. A decir verdad, su territorio excede con mucho al de la mera poesía, que apenas lo merece. Como su padre, siempre tan discreto, el Promotor Ascendente maneja las palancas, teclados y botones del mando literario nacional sin mostrar avidez ni ufanarse de ser irremplazable: sin siquiera mostrarse. Al igual que su madre, sabe que nunca será más que un instrumento de procuración, y sabe también que con eso le basta.

No hace falta describir el contexto mitológico del Promotor Ascendente: sus obras están en todas partes, pero de verdad en todas. En los monumentos, en la crítica conceptual de los monumentos, en los libros editados por los gobiernos, en los manifiestos redactados en contra de las ediciones pagadas por los gobiernos, en la defensa de los políticos y, por qué no, en las parodias y conspiraciones encaminadas a derrocar a los políticos. Sano y voraz, aunque sutil de preferencia, tal vez el Promotor Ascendente haya solicitado incluso la escritura de las presentes notas. Que su vida sea larga, por si acaso.



("Mitos viejos de la poesía nueva para ejemplo y beneficio de chicos y grandes" acaba de aparecer en el número 34 de la revista Tragaluz. Casi al tiempo que se publicaba dicha revista, que corresponde al bimestre de diciembre de 2005-enero de 2006, la UNAM terminó de imprimir mi libro Signos vitales. Verso, prosa y cascarita, que termina con este mismo ensayo.)

5 de enero de 2006

Sextina

La sextina, según la Real Academia Española, es una “composición poética que consta de seis estrofas de seis versos endecasílabos cada una, y de otra que sólo se compone de tres”, lo que da un total de treinta y nueve versos. En todas las estrofas, a excepción de la que hace las veces de cierre, “acaban los versos con las mismas palabras, bien que no ordenadas de igual manera”. Y el diccionario añade aún: “En cada uno de los tres [versos] con que se da remate a esta composición entran dos de los seis vocablos repetidos en las estrofas anteriores”.

A lo que voy es a lo siguiente: la sextina, invención de los trovadores provenzales de la baja Edad Media, es una forma de composición poética basada en el número seis (el seis como tal, y su cuadrado, y su mitad) y una de sus principales características es la reiteración, a todo lo largo del poema, de las palabras que vinieron a concluir cada uno de los versos de la estrofa inicial. De manera que si los versos de la primera estrofa terminaron, por ejemplo, con las palabras España, demonios, pobreza, gobierno, hombre e historia, respectivamente —me remito aquí a las pruebas de “Apología y petición”, celebrada sextina de Jaime Gil de Biedma—, los de la segunda estrofa, merced a una sofisticada mecánica combinatoria, terminarán con historia, España, hombre, demonios, gobierno y pobreza. Y los versos de la estrofa conclusiva, cuando ya los de la tercera y la cuarta y la quinta y la sexta estrofas hayan cumplido con sus propias variaciones, terminarán con demonios, gobierno e historia, pero en el cuerpo del primer verso aparecerá España, en el segundo aparecerá pobreza y en el tercero aparecerá hombre.

A lo que voy, insisto, es a dejar lo más claro posible qué cosa es una sextina, no porque me interese hablar de ninguna en particular (si bien hay una clásica de Arnaut Daniel, miglior fabbro del parlar materno, que siempre valdría la pena traer a cuento: la que comienza con Lo ferm voler q’el cor m’intra, o sea “El firme deseo que se aloja en mi corazón”), sino porque se podría escribir una sextina regularmente buena, o aceptable, o cuando menos didáctica, con las propiedades fundamentales de la crítica literaria. Y es que son seis, a mi ver, los rasgos en común de todas las buenas piezas de crítica literaria: la pertinencia, la información, la descripción de la obra criticada, su explicación, la discusión y la valoración. Seis propiedades que darían lugar, por qué no, a otros tantos deberes del crítico. Con lo cual se pasaría, ni más ni menos, del ejercicio del trabajo crítico a su ética.



("Sextina" se publicó el pasado 1° de enero en Mural.)