De todas las creencias irracionales del mundo contemporáneo, tal vez la más intensa y extendida consista en dar por hecho que nuestra civilización y nuestra época —tan variada y fragmentaria la una como la otra, en realidad— son refractarias a cualquier especie de creencia irracional. Nos reconforta pensar que los actores llegan a ser “grandes” cuando se hacen viejos, que la sociedad mexicana es “occidental” y que las vías de telecomunicación pueden acercarnos verdaderamente a los demás; pero quizás nada nos defina mejor que la creencia insensata de que no abrigamos ninguna creencia insensata.
Suele creerse también que los mitos, por muy bellos y edificantes que nos parezcan, pertenecen —digámoslo así— al pretérito absoluto del hombre, a la prehistoria de sus ideas y de su imaginario, a las ruinas majestuosas pero inservibles que la conciencia moderna (con tal de hallarles alguna utilidad) transformó en cimientos de su fresca, luminosa y funcional estructuración. Lo cual es apenas eso: un acto de fe, un ejercicio de
wishful thinking descabellado y no menos ingenuo que los relatos mismos que así buscamos desactivar. Fingir que los mitos nos gustan al margen de su vinculación improbable o probable con la vida cotidiana es engañarse ridículamente, primero, porque no todos los mitos “gustan” (y es que todavía no ha nacido una persona capaz de apreciar la belleza de
todos los mitos, como no hay nadie que halle satisfactorias
todas las novelas ni
todas las películas) y, segundo, porque si algún mito en particular no parece relacionarse con la vida que vivimos a diario no es tanto por una deficiencia del mito de marras cuanto por una limitación comprensible de nuestras vidas. Los temas del mito son escasos: el origen del universo, los trabajos y combates de criaturas divinas y semidivinas, la fábrica del humano. Todos, por lo tanto, podríamos vincularnos con ellos con sólo proponérnoslo.
Y es que los mitos, en principio, son relatos, módulos narrativos que no existen en función de su pintoresquismo ni de su rendimiento pedagógico sino en función de su verosimilitud o, mejor aún, de su verdad. El común denominador de los mitos no es desde luego su belleza ¬—valor inestable donde los haya— ni su doble fondo simbólico; el común denominador de los mitos, al menos en la opinión de los mayores antropólogos del siglo XX, de Mircea Eliade a Walter F. Otto y de Claude Lévi-Strauss a Jean-Pierre Vernant, es el hecho de que todos fueron admitidos como verdades indiscutibles en algún momento de la historia humana. Al contrario de lo que suele pensarse, los mitos no se caracterizan por constituir sistemas o repertorios de mentiras: de Aquiles a Jesucristo y de Gilgamesh a los Niños Héroes, los personajes mitológicos protagonizan historias que fueron o siguen siendo contadas en sus respectivas comunidades porque se narraba o se narra en ellas la
verdad (y sin importar, como es obvio, cuán risible o caduca pueda ser esa verdad en otros contextos étnicos, religiosos o históricos).
En mi opinión, la comunidad mexicana de poetas contemporáneos tiende a contarse una serie de mitos que por supuesto alimentan el trabajo de teorizadores y críticos literarios (llamémosles de algún modo) y estructuran la inconfesable religión de sus adeptos. Elijo cinco de tales mitos y procedo, ya que no a narrarlos
in extenso, sí por lo menos a presentar sus generalidades y a describir sus implicaciones más corrientes. También hago un esfuerzo por no acentuar los rasgos de un imaginario ya en sí mismo copioso, extenuante, abigarrado, hiperestésico, vulnerable y francamente grotesco.
EL ENERGÚMENO SENSATO
Hijo del Poeta Joven y la
miss de Inglés, el Energúmeno Sensato recoge los peores atributos de ambos progenitores y ninguna de sus virtudes. En el mito del Poeta Joven, por ejemplo, acaba siendo imprescindible atribuirle un carácter noctívago y arriesgado al protagonista. En cambio, el Energúmeno Sensato sale a veces de noche, rompe botellas de cerveza en las banquetas, halla la manera de ostentar sus lecturas, opina, vomita y bendice la intemperie de la razón poética, pero lleva encendido el teléfono celular “para lo que se ofrezca” y viaja en taxi (o bien, donde los taxis le inspiran alguna desconfianza, echa mano de su segundo apellido, la sensatez, y convence al único amigo que trae coche para que lo deje a salvo en la mismísima puerta de su domicilio).
Cuando las cosas de la culturita lo enfadan, esto es: cuando se publican las nóminas del FONCA y en ellas no figura su nombre ni el de su mejor amigo, el Energúmeno Sensato espectacularmente piensa que nadie sino él mantiene vivo el fuego del así llamado “sentido común” y lo sigue creyendo aunque, de ser verdad que sólo adentro de su cráneo haya lugar para la cordura, dicho
sentido resulta lo que sea menos
común. En cambio, si las cosas de la culturita lo favorecen, el Energúmeno Sensato concluye que la sensatez forma parte del ambiente, que la cordura impregna el oxígeno y que la democracia (que todos en el medio entienden y practican) basta para distinguir entre los malos poetas y los buenos.
Tratándose del Energúmeno Sensato, la propensión de sus pares al pensamiento mágico alimenta su “propuesta” con arreglo a la más ordinaria de las creencias: la fe de que algún día, cuando se lo proponga, escribirá poemas memorables.
EL VANGUARDISTA DE SEGUNDA FILA
Filológicamente hablando, el mito del Vanguardista de Segunda Fila se presta más que ningún otro a la polémica, y es que algunos especialistas consideran apócrifos los relatos que narran sus hazañas. Para ciertos críticos, en efecto, el propio Vanguardista de Segunda Fila es autor de su árbol genealógico —en el que aparece vinculado por igual con Huidobro y Girondo, con Vallejo y Lezama Lima— y es él mismo quien edita las revistas, coordina los talleres literarios y prepara las antologías que deben reforzar su prestigio.
Cuentan los mitógrafos —o el Vanguardista de Segunda Fila
himself, como se ha visto— que, cierta noche de aullidos y relámpagos, el poeta en cuestión leyó que la imagen era el componente decisivo de la estética vanguardista. Y el Vanguardista de Segunda Fila, sin duda obtuso pero con olfato, decidió crearse justamente una imagen. También se cuenta que otra página teórica le reveló que, si bien la imagen era el factor clave de la vanguardia histórica, el tratamiento crítico del idioma era el punto de inflexión de la posvanguardia. Y, lejos de reflexionar en aquello del “tratamiento crítico del idioma”, el escueto Vanguardista de Segunda Fila se limitó a observar que, si vanguardistas eran los que iban adelante, posvanguardistas tendrían que ser los que iban
tras los vanguardistas. Resuelto a ser no sólo un genuino posvanguardista, sino el mayor de todos, el Vanguardista de Segunda Fila se puso detrás de las vanguardias (atribuyendo a la preposición
tras un significado espacial, no temporal) y, al hallar que otros posvanguardistas habían tomado ya la misma decisión, se puso también detrás de los posvanguardistas.
La posición final del Vanguardista de Segunda Fila hizo el resto: marginado por sus iguales, trabó amistad con la retaguardia (que le quedaba un paso atrás) y levantó las aras de su propia gloria en los rinconcitos que más o menos le iban dejando libres algún gobierno extranjero, el infalible gobierno nacional, este gobierno estatal y aquel otro gobierno municipal. Y siguió así el ejemplo trascendente de futuristas y estridentistas: oscilar, mientras el cuerpo aguante, de Mussolini a Fidel Velázquez.
EL MAESTRO NEUMÁTICO
Avatar de Cronos o de Jehová, según convenga, el Maestro Neumático es una especie de comodín inflable que aparece y desaparece —como el grandioso dirigible de la Goodyear— cuando la ocasión lo amerita. Sin ir más lejos, en 1998, tras la muerte de Octavio Paz, no faltaron los reporteros que acorralaron a quien se dejara con la siguiente pregunta: “¿Quién ocupará en el siglo XXI el sitio que Paz dejó vacante?” Dicho de otro modo: ya que ahora se nos permite desinflar este globo, ¿a quién debemos inflar en su reemplazo? Inflacionaria compulsión que reveló un hecho acaso triste: Paz, en el repertorio simuladamente religioso de los medios poéticos, no había sido un maestro verdadero, individual, sino la encarnación más reciente del Maestro Neumático. Lo mismo habían sido, antaño, con sus apogeos y sus posteriores caídas en desgracia, Enrique González Martínez y Alfonso Reyes.
El mito del Maestro Neumático, por lo tanto, es fundamentalmente melancólico. La realidad pretende que los maestros, cuando los hay, vivan como suelen vivir las personas comunes y corrientes. El medio poético mexicano, insensible a la realidad, quiere que los maestros vayan y vengan según la necesidad que haya de invocarlos. La metáfora sexual está sobre la mesa (o, por qué no, sobre la cama): el Maestro Neumático es parecido a las muñecas inflables que toda
sex-shop que se respete vende al menudeo. Muchas revistas, en este sentido, circulan por ahí como envases al vacío de agradable carátula y pecaminoso contenido. Cuando hace falta elogiar al inventor de los talleres literarios contemporáneos, venga el número dedicado a Elías Nandino; cuando hace falta dárselas de intransigente, venga un homenaje a Jorge Cuesta; si los viejos ya nos hartaron y hace falta reavivar el mito del Poeta Joven, saquemos del féretro a José Carlos Becerra.
Lo cierto es que figuras como la de Paz no volverán a florecer en México. Tampoco en Francia volvieron a surgir figuras como la de Victor Hugo, que gobernó en su momento la conciencia pública y dominó simultáneamente los gustos literarios del mundo “culto”. La fragmentación del medio literario en México es apenas un fenómeno transitorio que viene a maquillar su irremediable declive. Lo que hoy se presenta como dispersión republicana dará lugar en pocas décadas a la indolora y simple disolución del interés por las artes, mismo que ya por estas fechas da muestras de no gozar más que de una vigencia política o, mejor aún, burocrática. Los verdaderos heraldos del futuro son esos pintores “de sociedad” que decoran las páginas de sociales no con sus obras, que aparecen en segundo plano, sino con sus rostros y apellidos. Pintores que luego serán olvidados en beneficio de otros no menos obsolescentes. Anuncios del Maestro Neumático y su inminente reino de mil años, en suma.
EL PROFESOR CULPABLE
Representado unas veces como animal —buey o borrego— y otras como vendedor de seguros o abogado de oficio, el Profesor Culpable tiene ilustres parientes entre los irracionales. La perra de algún poema de Lizalde, que sufre con estoicismo la violenta ira de un amo resentido y borracho, resignándose a los malos tratos e incluso justificándolos, y el Chivo Expiatorio de ciertas purgas religiosas, espejo y recipiente de los vicios ajenos, apoyan y en verdad cimientan —con aguante del bueno— su bondad cretina. Quieren los relatos que alguna vez, en pleno banquete de columnistas dominicales y reseñistas exquisitos, el Profesor Culpable haya descubierto su vocación de cargar con la responsabilidad moral de la mala educación literaria y el mal estado en general del espíritu. Vocación que lo ha llevado a resistir, como es obvio, los frecuentes ataques (ya inútiles) que todavía le prodiga, tal vez como señales de aprecio, el medio literario.
No hace mucho, el crítico y ensayista Christopher Domínguez Michael, entrevistado por quien esto escribe, afirmó lo siguiente: “No podemos dejar que la academia sea el único espacio para la disertación”. Y remató su opinión con severidad: “Salvo Antonio Alatorre, nuestra academia no ha producido grandes ensayistas, gente de buena prosa”. Lo curioso es que Julio Torri, profesor de toda la vida, y en cierta forma Luigi Amara y Ramón Xirau (escojo adrede nombres muy distintos y caracteres muy distantes entre sí), a quienes el propio Domínguez Michael cita como ejemplos de la buena salud o el estupendo pasado del ensayo mexicano, son “productos” de la formación académica nacional. De lo cual se debe inferir que Domínguez Michael, en las frases que cito, no está exponiendo una conclusión verificable sino ejerciendo el arte del kung-fu o el boxeo de salón en contra de un viejo contendiente inerme y agradecido: el Profesor Culpable.
Pero las culpas de sus adversarios —los deberes todavía por cumplir de los atávicos rivales del Profesor Culpable— no se vuelven por ello menos graves, ni menos dudosas resultan sus enseñanzas paralelas. Lo mismo que con el Chivo Expiatorio y la perra de Lizalde, a cuyos amos o encendidos usuarios les remuerde sin falta la conciencia.
EL PROMOTOR ASCENDENTE
Hijo residual —probablemente adoptivo— de Tlacaélel y la Carta Poder, el Promotor Ascendente se aparece hoy por hoy como el más vigoroso y rozagante de los héroes mitológicos nacionales. A decir verdad, su territorio excede con mucho al de la mera poesía, que apenas lo merece. Como su padre, siempre tan discreto, el Promotor Ascendente maneja las palancas, teclados y botones del mando literario nacional sin mostrar avidez ni ufanarse de ser irremplazable: sin siquiera mostrarse. Al igual que su madre, sabe que nunca será más que un instrumento de procuración, y sabe también que con eso le basta.
No hace falta describir el contexto mitológico del Promotor Ascendente: sus obras están en todas partes, pero de verdad en todas. En los monumentos, en la crítica conceptual de los monumentos, en los libros editados por los gobiernos, en los manifiestos redactados en contra de las ediciones pagadas por los gobiernos, en la defensa de los políticos y, por qué no, en las parodias y conspiraciones encaminadas a derrocar a los políticos. Sano y voraz, aunque sutil de preferencia, tal vez el Promotor Ascendente haya solicitado incluso la escritura de las presentes notas. Que su vida sea larga, por si acaso.
("Mitos viejos de la poesía nueva para ejemplo y beneficio de chicos y grandes" acaba de aparecer en el número 34 de la revista
Tragaluz. Casi al tiempo que se publicaba dicha revista, que corresponde al bimestre de diciembre de 2005-enero de 2006, la UNAM terminó de imprimir mi libro
Signos vitales. Verso, prosa y cascarita, que termina con este mismo ensayo.)