27 de mayo de 2010

Avanzar al sesgo

ENTREVISTA CON RICARDO CASTILLO

Es común asociar el nombre de Ricardo Castillo (Guadalajara, 1954) con cierta especie de vandalismo literario no desprovisto de ingenuidad que sacudió los hábitos y jerarquías estéticas de una década, la de 1970, y los comienzos de la siguiente. Refiriéndose a determinado ambiente o microclima poético, Evodio Escalante ha declarado que “la publicación de El pobrecito señor X de Ricardo Castillo tuvo el efecto de una bomba en una tranquila reunión de comensales”. Dicho ambiente o plácida reunión, desde luego, es el mismo en el que Octavio Paz alcanzó una posición de predominio definitivo y en el que despuntaron, también definitivamente, algunas figuras del Medio Siglo mexicano (Rubén Bonifaz Nuño, Ramón Xirau, Carlos Fuentes) y otras de la generación vinculada con la Casa del Lago (Salvador Elizondo, Tomás Segovia, Juan García Ponce, Inés Arredondo, Jorge Ibargüengoitia, Fernando del Paso).

En efecto, el Señor X de Castillo hizo las veces de abanderado —no siempre con el consentimiento de su autor— en muchas batallas de la contracultura nacional, curtida en la necesaria rememoración de Tlatelolco ’68 y el no menos importante apoyo a los numerosos movimientos que tomaron forma tras la matanza. La primera edición del poemario en 1976, así como su posterior y más conocida reedición junto con La oruga en 1980, conserva todavía un aura simbólica de agente provocador y artefacto peligroso en los textos y opiniones de críticos, profesores y aficionados en general a la poesía. Con todo, es un hecho que semejante reputación de angry young man o “niño malo” acabó empañando la correcta lectura de aquel volumen y de los que vinieron después, al grado que una de las mejores y más recientes publicaciones de Castillo (me refiero a Borrar los nombres, de 1993) ha sido muy escasamente leída entre los mismos críticos, profesores y aficionados.

En la siguiente conversación, sostenida en diversos momentos de abril y mayo de 2004, en vísperas del quincuagésimo cumpleaños del poeta, son abordados en forma oblicua y sesgada los poemarios conocidos de Ricardo Castillo (los ya mencionados Borrar los nombres, La oruga y El pobrecito señor X, además de Concierto en vivo, de 1981, Como agua al regresar, de 1982, y Cienpiés tan ciego y Nicolás el camaleón, de 1989) y se hace mención directa del estupendo relato y juego de mesa titulado La máquina del instante de formulación poética, editado en 2001. No está de más advertir que La máquina… es un trabajo inteligente y sofisticado, amén de agradable y profundo, que plantea en la práctica muchas de las cuestiones tratadas a continuación (es decir, muchas de las cuestiones fundamentales de la expresión lírica moderna). Inteligencia, sofisticación, amenidad y profundidad que confirman algunas de las ideas que ya circulaban a propósito de Castillo al tiempo que rectifican y enderezan otras —la natural brutalidad, el presunto salvajismo del poeta— que ya no tiene caso defender ahora, por falsas e inoperantes.

Recuerdo haber leído hace algunos años una declaración tuya que me impresionó mucho. Decías entonces que tu primer libro, El pobrecito señor X, nació a partir de una idea concreta: la de componer una especie de cómic o historieta urbana en verso. Y que tus otros libros también respondían a esquemas narrativos más o menos identificables: La oruga y la ópera-rock (o, en su defecto, el disco conceptual de cuatro lados), Concierto en vivo y el espectáculo de rock en directo, Como agua al regresar y la novela, Nicolás el camaleón y el guión de cine... ¿Qué relación profunda percibes entre las formas típicas de la narración y tu propio trabajo lírico?

En el caso del Señor X, como lo veo en este momento, no es que haya “nacido de la idea” de hacer el cómic, sino de haber encontrando en el tono de lo que iba escribiendo esa sugerencia de composición. Al margen del interés puramente rítmico y sonoro que, según yo, tira de más adentro en una situación creativa inicial, creo que desde un principio hay una intención narrativa que ciertamente abarca todos los poemarios que mencionaste, lo cual se debe —supongo— a que mi ingreso a las letras está determinado por el acento experimental. Un gusto generacional por hacer la critica del mundo y, en este caso, la crítica del Poema. Sin embargo, esa relación profunda entre la narración y el trabajo lírico me gustaría encontrarla (y si no encontrarla, sí al menos verla aludida) en la necesidad narrativa misma, no tanto porque brinde la posibilidad de contar un argumento sino por el problema (o acertijo) que plantea una historia cuando se trata de contarla poéticamente. Creo que en todos los poemarios antes mencionados hay una intención, sin duda no exenta de fallas, por homologar el canto y el cuento. Sin embargo creo que lo que verdaderamente pesó y determinó la escritura de tal o cual poemario (con tal o cual “modelo” narrativo) tuvo que ver, de entrada, más con el gusto por el verso y el poema que con cualquier voluntad anterior por estructurar una narrativa x. Del ritmo del verso, de su música, se deducía el resto. Creo que el poema y los poemarios se hacen a partir del verso, y sobre todo desde sus partículas. Antes que pretender cualquier narratividad, pretendía hacer primero un poemario que fuera una entidad rítmica y sonora. Al margen del diseño del verso en términos visuales, creo que siempre asocié —a la hora de escribir— el poema y la experiencia oral. Me parece que siempre he escrito versos prestando atención especial a lo que en ellos suena. “El verso lírico que nada cuenta y el cuento que nada canta podrían relativizar sus contenidos y complementarse”, me dije, tal vez ingenuamente.

Y ahora, casi treinta años después del Señor X, ¿volverías a decirlo?

De algún modo, al margen de cualquier diferendo (que los hay) entre éste y aquel sujeto de casi treinta años menos, sigo (¿o seguimos?) creyendo que la lírica puede ser narrativa, a condición de que la historia contada por ella sea de una consistencia particular, consistencia que tal vez entiendo ahora de manera diferente que hace veintitantos años, pero en la que sigue estando presente la exigencia narrativa encubierta, velada. No para desarrollar las certezas de un relato y hacerlas evidentes, sino para dotar de un mecanismo a un texto que se sostiene en una historia desaparecida. Hay en el instante lírico una historia presente a modo de vestigio, quiero decir: presente por las marcas de su ausencia. Hay una historia que no está, una historia que, además de estar ausente, se encuentra fugitiva. Como te decía, nunca quise contar una historia, sino narrar los contornos, los límites, de un hueco producido por ese relato que se nos escapa. La historia de un acento, de un latido, de una sílaba, eso que no podemos entender como relato pero que forma parte de un relato que no podemos conocer. Lo que no se puede narrar es el sentido de la poesía, digo ahora yo, tal vez ingenuamente otra vez. Creo que en poesía cualquier afirmación, por penetrante o maliciosa que sea, corre el riesgo de ser tan sólo una ingenuidad, si la contrastamos con el puro acontecimiento poético.

En este sentido, ¿te sigue pareciendo que canto y cuento son categorías afines y, por lo tanto, “fusionables” en una sola?

Me parece que nada cuenta tanto como el verso lírico, pero su historia es de una exigencia narrativa propia de la poesía.

Si no recuerdo mal, El pobrecito señor X contiene treinta y dos poemas, es decir: uno por cada una de las páginas que solían tener las historietas, que se publicaban en cuadernillos de treinta y dos páginas. Esto significaría, desde mi punto de vista, que incluso la forma exterior del poemario en tanto esquema convencional sufrió, de tu parte, modificaciones o manipulaciones que lo hicieron aproximarse al otro esquema, el de la historieta. ¿Te parece que la tarea del poeta debe afectar incluso a la forma exterior de los libros, a su composición global, al orden y el número de sus textos?

En realidad lo del número de páginas fue casual. Las modificaciones o manipulaciones que hubieran podido existir se dieron en realidad en la edición de la secuencia, en cuanto a idear un orden que de manera sugerida y sugerente permitiera (como mínimo, a mí) seguir adelante en la lectura, con cierta ligereza característica del cómic: estampas aisladas entre sí, pero vinculadas por una misma lente, por un mismo tipo de “dibujo”. Por lo que me preguntas acerca de si el poeta debe o no intervenir incluso hasta en la forma exterior de sus libros, creo que no tiene por qué ser forzosamente así; no, al menos, como si fuera un deber. Pero me parece legítimo considerarlo y aun empeñarse en conseguirlo. Y el poeta, por lo que toca a la forma interior del libro, no es que deba intervenir en ella o afectarla, sino que, en sentido estricto, no tiene otro remedio que afectarla: el poeta es lo que estorba en el poema, por más que, sin él, nadie nos recordaría la proximidad e inminencia de la poesía.

Al oírte hablar de tal o cual tipo de "dibujo", naturalmente, infiero que hablas de tal o cual estilo... Y la palabra estilo viene de las artes gráficas: el estilo es la punta o punzón de plata o acero que sirve para grabar láminas. En este sentido, me parece muy elocuente que hables en términos visuales o propios de las artes visuales y, en este caso, gráficas... ¿Te parece que uno de los rasgos característicos de tu generación sea precisamente la cercanía con las artes visuales populares, como la historieta o las portadas de los discos?

El término dibujo me gusta porque, al igual que sucede con el stylo, lo que se nota en la inscripción sobre el papel es la mano, el pulso, una marca concreta, física, visible del sujeto. En sentido figurado es lo que debe ser el estilo o el dibujo, el efecto de una mano, un rasgo individual. El verso responde a la factura de una mano, no de una entidad poética abstracta y desvinculada del cuerpo.

Y, además, cada trazo es una hendidura: el poeta deja marcas que son vacíos, presencias que son huecos...

Huecos que son señas de identidad.

Señas de identidad que, al menos en lo colectivo, tratándose de tu generación, deben remitirse a los referentes que tú manejas: la historieta, el cine, los discos... Quiero insistir en algo, y es que si bien los discos parecen referirse o consagrarse nada más al oído, en el trabajo artístico de las fundas, en las portadas y en la presentación material de las grabaciones como si fueran álbumes de imágenes, también las décadas de 1960 y 1970 hicieron grandes progresos con respecto a los años precedentes.

Sí, lo que dices a propósito de los referentes de mi generación (en términos exclusivamente cronológicos) es cierto: durante los años 60 y 70 arrancó el ánimo de fusionar los géneros y éste era capitaneado en gran medida por la música. Los discos de aquellos días primitivos ya sugerían la existencia de muchos productos actuales cuya oferta pasa por lo visual, lo literario y lo musical. Creo que ese modelo, por otra parte, sigue vigente en la actualidad, sólo que más sofisticado y empobrecido acaso por la voracidad y canallez comercial. Por otra parte, para mi generación los cambios tecnológicos que hicieron esto posible sucedían todavía en un contexto de asombro y rechazo, Hoy, eso ya no sucede.

El disco, a partir de cierta época, se convirtió en un objeto multimedia. Tú grabaste un disco con Gerardo Enciso (Es la calle, honda...) y te has vinculado a lo largo de muchos años con proyectos de fusión literaria y musical inusitados en el contexto de la poesía mexicana...

Sí, primero con Jaime López, allá por 1982 y 1983, nos presentábamos con un trabajo que se llamaba Concierto en vivo. Luego hice el disco con Gerardo y luego una experiencia escénica con él mismo, con Borrados. Tal vez desde La oruga y Concierto en vivo (cuyo subtítulo dice: “Más oído que leído”) me di cuenta que decir el poema significaba para mí una necesidad de expresión que el trabajo con los músicos me permitía satisfacer.

¿Pensabas, cuando escribiste Borrar los nombres, en su posible adaptación al escenario?

No. Borrar los nombres nació en forma de colaboración para una revista a propósito de la Semana Santa cora. Más tarde vino la “trama escénica” con Gerardo. De hecho, no todo el poema de Borrar los nombres entra en el espectáculo con Enciso. Creo que otra vez nos enfrentamos a la exigencia de narrar el poema de manera fragmentada, de comer al paso, es decir: avanzando al sesgo... No sé por que este avance en diagonal lo interiorizo, sin más fundamento que mi subjetividad, como un movimiento que la poesía nos obliga a dar.

En este sentido, me gustaría volver aguas arriba en busca de un tema que dejamos a medio abordar... Es un hecho, como ya señalaste, que la poesía lírica —en tu caso, por lo menos— tiene sus propias exigencias narrativas. Pero también es un hecho que, sin libros como los tuyos, a la poesía mexicana de nuestra época le habría costado mucho más trabajo identificar esas exigencias y apropiárselas. Quiero decir que la narratividad, por mucho que parezca natural en cierta poesía contemporánea, no lo era tanto hace tres o cuatro décadas…

En el caso del Señor X, la diferencia con esa tradición es de tono, el tono de una voz que estaba acorde con la edad (veinte años) y el momento formativo en el que me encontraba. Se trataba de hacer poemas en los que no fingiera tener 40 ó 50 años y una preparación que tampoco tenía. Cierto que no era fácil, sobre todo en Guadalajara, tener contacto con ese tipo de poesía, acaso más presente en cierta poesía sudamericana que en la tradición poética mexicana. Como es natural, yo inicialmente me relacioné con la poesía a través de la tradición mexicana: Tablada, López Velarde, Villaurrutia, Paz. Se decía que había que leer a Pound y a Eliot. En todos ellos creí encontrar la susodicha exigencia narrativa llevada a buen puerto. Quiero decir que todos cantan en el instante y le cantan al instante; pero también, de alguna manera, que todos hacen poemas que narran poéticamente una historia. El mismo Rimbaud, que aspiraba a no ritmar la acción y llegó ciertamente a abolirla, me sugería una especie de narratividad para un oído secreto. Por supuesto que en esto de la poesía narrativa, o de la narrativa poética, hay un trabajo que no es propiamente narrativo, sino exclusivamente poético: la paradoja de un fundamento que permanece oculto.

Todos ellos, también, son poetas eminentemente experimentales, en el mejor sentido de la palabra. Al comenzar esta conversación, tú me hablabas de cierto “acento experimental”. Tanto el “acento experimental” como ese “gusto generacional” al que haces referencia más arriba están vinculados a una misma experiencia, tal vez desconocida para los poetas que te precedieron. Me refiero a la experiencia de trabajar en talleres literarios. ¿Te parece que los talleres literarios, al menos al comenzar la década de 1970, supusieron una verdadera renovación de las maneras de concebir y escribir los textos literarios?

En su momento, los talleres literarios representaron una posibilidad efectiva de divulgación de la poesía y de la literatura que no puede ser soslayada, si bien el mecanismo de todo taller literario gasta pronto su cuerda. Muchos pasamos por los talleres sólo para abandonarlos… No obstante, fueron importantes por las gentes y los libros que circulaban en aquellas etapas de iniciación; pero, llegado el momento, estaba claro que los poemas debían hacerse fuera del taller. Es decir, no escribir para el taller, que en general terminaba convertido en un previsible recetario colectivo. Los talleres fueron un gran estímulo para muchos de nosotros hasta cierto punto; pero mucho me temo que antes que propiciar una verdadera renovación de las maneras de concebir y escribir un texto, sirvieron a la larga para uniformar la escritura de los poemas. Cada taller, un uniforme. Creo que en un taller, más que la experimentación, termina predominando la imitación. Sin embargo, nadie puede restarles importancia como órganos de información y divulgación.

Para concluir, ¿qué implicaciones y qué significado crees que tenga La máquina del instante de formulación poética, tu más reciente trabajo, en este contexto de poesía experimental y experiencia de la poesía del que hemos estado hablando? De una u otra manera, La máquina... es una especie de taller poético multimedia.

Confieso que, a la luz de la poesía experimental, las implicaciones y el significado de La máquina… me gustaría aventurarlos (no sin antes confesar mi alto grado de ignorancia en ambos campos) por la ruta del experimento como experiencia, más por el lado de la física, en la que algo se alcanza o se sabe por medio de la experiencia. Guardando bien las distancias con la ciencia, una suerte de conocimiento experimental y no tanto ya estético, lo cual implicaría más bien una búsqueda de innovación técnica. Me gustaría pensar que la máquina es capaz de operar, produciendo a cada nueva “intervención” del lector caminante, un nuevo experimento de una experiencia específica: el simulacro de la experiencia de la escritura de un poema. No un poema, ni el encomio de una “técnica” para hacer poemas; sí, además de una reflexión en torno a la poesía, una experiencia particular. La máquina… implicó la posibilidad de desplegar una poética de la experiencia, una poética en la que el ritmo y el sonido (es decir, la respiración, que ya líneas arriba antepuse a cualquier exigencia narrativa) son equivalentes de la inspiración o de una condición indispensable para quedar “colocado” o en posición de recibir la palabra poética. El verso es una figura rítmica que antes sólo fue frecuencia y ritmo. Tal vez, para mí, aludir al lapso y al trayecto de esa frecuencia hasta la figura reconocible de un verso, sea el significado de ese artefacto. Por otra parte, sabes que también implicó una narración y un concepto en el que un autor es siempre un cúmulo de autores y variantes de autores. A final de cuentas, creo que La máquina… sólo trata de jugar, en el sentido de hacer jugar y de poner algo en juego.


(Esta conversación que tuve con Ricardo Castillo hace algunos años apareció este mes en el Periódico de Poesía. Yo, en lo particular, suelo tener dificultades para navegar por dicha publicación electrónica y tener acceso a muchos de sus contenidos, de modo que me parece lo mejor que la entrevista se publique también aquí.)

11 de mayo de 2010

La identidad silenciosa

Rafael Cadenas, Obra entera. Poesía y prosa (1958-1998), prólogos de Darío Jaramillo Agudelo y José Balza, México: Fondo de Cultura Económica, col. Poesía, 2ª ed., 2009, 733 pp.


Nacido el mismo año que Juan Gelman y Francisco Urondo, un año antes que Antonio Gamoneda y María Victoria Atencia y un año después que José Ángel Valente y Enrique Lihn, Rafael Cadenas (Venezuela, 1930) parece confirmar en cada una de las páginas que ha publicado aquello que Samuel Beckett insinuara en su ensayo sobre Marcel Proust, a saber: que no decir “yo”, al escribir, es imposible. Adversario, sin embargo, de la egolatría, Cadenas por lo general se plantea la escritura como la última intemperie genuina de la humanidad. “No quiero estilo, / sino honradez”, ha escrito en uno de sus poemas. También ha escrito, a contrapelo de casi todo lo que se haya opinado en el mundo acerca de la poesía, que “no hace falta música / para un dicho / real”.

El yo de Cadenas, por lo tanto, se quiere silencioso y escueto. Como en los mejores libros de Valente y de Gamoneda, en los mejores de Cadenas ―pienso en Memorial, en Amante― aparece, al trasluz, el rostro de un hombre serio, de pocas palabras, firme a la hora de negar, parco a la hora de afirmar, incapaz de humoradas o desplantes. Como en los mejores libros de Gelman y de Lihn, en los de Cadenas el discurso no se confirma en su fluir sino en su interrumpirse. Propenso al aforismo, a la sentencia, Cadenas evita proferir, con todo, verdades enormes o regañinas generalizadoras, limitándose (lo digo con perfecta conciencia: limitándose) a verificar la existencia del mundo en sus manifestaciones más humildes, a la manera del que acepta que un modesto rayo de sol a través de la persiana basta para confirmar el vigor de todas las estrellas.

Dispuesto, así, a tomar el pulso de unos pocos objetos y personas, Cadenas apoya su pensamiento en la incertidumbre y su palabra en la cortedad, infundiendo en su lector ―ha sido mi caso, por lo menos― un sentimiento de insatisfacción que, tras algunos esfuerzos y tanteos, lo compromete finalmente a trabajar en el cumplimiento del poema. Y no es que haya que descifrar ni aclarar nada en la poesía de Cadenas, que no se atarea con referencias ocultas ni consiente misterios artificiales. Más bien ocurre que las nociones mismas de construcción y de composición parecen impacientar a Cadenas al punto de hacerlo concebir la poesía como una renuncia, incluso como un abandono. Su energía, su entusiasmo ―un entusiasmo ceremonial, afín a ciertas formas de atención o concentración en lo sagrado―, son asimilables, por todo ello, a la felicidad paradójica de los que asisten a su propio vaciamiento y a su propia desintegración, habiéndolos propiciado casi siempre por vía religiosa:

Si callas
todavía te oyes tú,
el muy lleno,
que nada vales
(o sólo vales en tu errancia).


Ésta, la segunda edición de la Obra entera de Cadenas, básicamente se distingue de la primera en la incorporación de una docena de poemas que, titulados Desde Boston, acaso datan de la estancia del poeta en dicha ciudad a fines del siglo pasado. También añade al prólogo de José Balza otro de Darío Jaramillo Agudelo. Complementarios, ambos prólogos constituyen sendos recorridos lineales por la vida y la obra de Cadenas (más por la obra, el de Jaramillo Agudelo; más por la biografía, el de Balza) y, cada uno en su estilo, invitan a leer esta Obra entera de principio a fin. Lo cual es factible, pero no indispensable: la coherencia de los poemas, notas, aforismos y ensayos de Cadenas radica no tanto en la eventual concatenación de sus libros como en la reiteración y desarrollo de una misma convicción, de una misma fe que, de tan milimétrica y frágil, apenas logra manifestarse de manera explícita en versos esporádicos o en poemas brevísimos como éste, de Memorial:

Un momento separado de todos los momentos
tiene años esperándote fuera de los años.


El al que se dirigen las palabras que acabo de citar, así como el invocado en el poema que reproduje más arriba, es desde luego uno mismo con el yo que dice no querer “estilo”, sino “honradez”. Esta penetrante y sencilla herramienta expresiva ―presentar el yo como un ― es tal vez la única que Cadenas emplea sin desconfianza. Cualquier otro asomo de retórica le parece una veleidad, cuando no una imposición inadmisible. Los dos volúmenes de aforismos (Anotaciones y Dichos) y los dos ensayos de aproximación al hecho literario (Realidad y literatura y En torno al lenguaje) que Cadenas ha escrito, así como sus profundos Apuntes sobre San Juan de la Cruz y la mística, en última instancia pueden leerse como lanzas rotas en pro de la sencillez y la desnudez de la palabra.

Cadenas habita sus poemas en la medida que los entiende como espacios abiertos, potencialmente acogedores. Obsérvese de qué manera se refiere a la palabra: “palabra, / casa sin atavíos”. Obsérvese, luego, cómo habla del cuerpo (del suyo propio y de todo cuerpo humano): “Lugar de la presencia, / lugar del vacío”. Cobra sentido, así, que para Cadenas el poema sea el punto donde logran juntarse palabra y cuerpo, donde la más estricta realidad exterior se hace interior, y donde, por lo mismo, la identidad personal responde a la enorme sencillez del universo.


(Este artículo acaba de aparecer en el número 137 de la revista Crítica.)