30 de noviembre de 2005

Mentiras de verdad

Esta noche se presenta en Guadalajara el espectáculo titulado La verdad de las mentiras. Yo he titubeado, en principio, al escribir aquí la palabra espectáculo. Hace un par de mañanas pensaba todavía que se trataba de una conferencia de Mario Vargas Llosa en torno a su libro llamado así, La verdad de las mentiras. Pero no es el caso, por lo que se ve. Para entenderlo me habría bastado con leer detenidamente la publicidad, en la que Vargas Llosa comparte créditos con Aitana Sánchez-Gijón, actriz, y con Joan Ollé, director de teatro. Y en el cartel no se anuncia La verdad de las mentiras, libro de Mario Vargas Llosa, sino La verdad de las mentiras, puesta en escena con Mario Vargas Llosa. Me tomó algún tiempo comprender el asunto. Sólo puedo añadir en mi descargo que La verdad de las mentiras, el espectáculo teatral, debe ser una especie de pionero en su género. Hasta donde yo sé, nunca se había logrado que un libro de crítica literaria inspirara ninguna clase de show ni que los interesados en verlo pagaran por entrar al foro donde se presentara.

No habiendo aún comprado mi boleto, lo que me parece más adecuado por ahora es releer La verdad de las mentiras, libro que desde la edición original (1989) infaliblemente me resulta, en los acuerdos y en los desacuerdos, apasionante. Además del prólogo, forman esa edición veinticinco ensayos acerca de otras tantas novelas y algún libro de cuentos del siglo XX. Las obras a las que Vargas Llosa dedicó entonces la enjundia que tanto es de agradecérsele, escritas en lenguas diferentes del castellano, no agotarían solas el canon de la narrativa contemporánea pero sí tendrían que figurar en cualquier biblioteca más o menos exigente.

Hazañas ya clásicas de la composición y confrontación de personajes, la maestría estilística y la introspección, de La muerte en Venecia (Mann, 1912) a Herzog (Bellow, 1964), pasando por La señora Dalloway (Woolf, 1925) y Santuario (Faulkner, 1931), por El gatopardo (Lampedusa, 1957) y La casa de las bellas durmientes (Kawabata, 1961), por Dublineses (Joyce, 1914) y Lolita (Nabokov, 1955), estimulaban en aquel volumen la prosa emocionada y eficaz del escritor peruano. Trece años después, la segunda edición (2002) representó un sensible aumento con la incorporación de diez nuevos ensayos y un epílogo que prolonga y complementa el antiguo prólogo. En cuanto a los primeros, cabe decir que al mismo tiempo enriquecen y desfiguran el conjunto. Lo enriquecen porque las obras añadidas van de El corazón de las tinieblas (Conrad, 1902) a Nadja (Breton, 1928), de La condición humana (Malraux, 1933) a El cero y el infinito (Koestler, 1940), esto es: porque las narraciones comentadas en la segunda edición valen tanto como las comentadas en la primera. Pero en cierta forma el plan del volumen se viene abajo con añadidos como el de El reino de este mundo (Carpentier, 1949), sin duda una extraordinaria novela, pero a final de cuentas la única en español de todas, rasgo que la margina del resto y que de golpe vuelve intolerable que Vargas Llosa no hable también de Ficciones (Borges, 1944) o de Reivindicación del conde don Julián (Goytisolo, 1970). En cuanto al epílogo y su relación con el prólogo primitivo, es indispensable señalar cuando menos que se trata de los textos en que Vargas Llosa expone con más denuedo y elocuencia sus ideas a propósito de la novela, del sitio y los oficios de la ficción en el mundo, de la lectura en el contexto de la vida cotidiana.

Sería injusto resumir en tres o cuatro manotazos la estética de Vargas Llosa. Con todo, mi convicción de fondo es que ahí, en el prólogo y en el epílogo a La verdad de las mentiras, en su arbitraria indistinción entre verdad y realidad, entre realidad y representación, entre mentira y ficción, se tornan —a mi modo de ver— insustanciales y caprichosos los argumentos del autor. Y es que las novelas, dígase lo que se diga, no cuentan mentiras. Tampoco habría mentiras que buscar en el Polifemo de Góngora ni en la letra de Octopus’s Garden. En español existe un verbo que designa el acto de hablar o escribir diciendo mentiras. Mentir, según la Real Academia Española, es “decir o manifestar lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa”. Esto significa que, para que algo sea juzgado mentira, primero tendrá que ser acreditado como verdad. Vargas Llosa procede por otra vía: primero achica su concepto de realidad al punto de sólo admitir como real una deprimente revoltura de frustración y rutina, y después enaltece como liberadoras “mentiras” a todas aquellas narraciones que no se limitan a reproducir ni la rutina ni la frustración.

El verbo mentir no tiene antónimo; no existe (no en español, por lo menos) nada semejante a “verdadear”. Ello agrava el problema de aclarar a qué pueda referirse la definición de mentir cuando es cuestión de afirmar “lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa”. En efecto, ¿qué forma puede tener lo contrario de algo cuando ese “algo” es tan vago y escurridizo que no se adhiere a ningún verbo en español, habiendo tantos? Uno puede admitir que la mentira es lo contrario de la verdad. Uno puede admitir que la mentira es plural, que lo correcto es hablar de las mentiras, y que la verdad es una. Pero exigir que se admitan más presupuestos ya sería demasiado. Algo semejante ocurre con las ideas políticas de Vargas Llosa, tan empeñosamente sugeridas en el prólogo y en el epílogo a La verdad de las mentiras. En dicho ideario, la libertad es mencionada con harto mayor frecuencia que las libertades. Y es que, para el vibrante novelista de La ciudad y los perros, la libertad es una y no admite compañía, como la verdad.

Sea como sea, valdrá la pena estar en el debut mexicano de Vargas Llosa en las tablas. Temas importantes de que hablar, y talento con que hacerlo, es evidente que los tiene desde hace décadas. También es obvio que renglones en que disentir con él y razones que rebatirle no escasean cuando se pronuncia.





("Mentiras de verdad" se acaba de publicar hoy en Perfil, suplemento de Mural especializado en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y en las actividades que le son paralelas.)

6 de noviembre de 2005

El escritor escrito

A los críticos, ocasionalmente, les corresponde ser criticados. Los críticos (huelga decirlo) son escritores que tarde o temprano habrán de recoger sus trabajos en libros, y acerca de tales libros podrán escribirse artículos en los que al crítico, en tanto autor, le tocará ocupar el sitio que los demás escritores ocupan en sus propios textos. Esto quiere decir, en el más primario de los niveles, que la tarea del crítico no está exenta de posibles venganzas o ajustes de cuentas ejecutados por quienes antes hayan padecido sus observaciones. Ello, en sí mismo, es poco relevante: nada es más fácil que identificar un mero ajuste de cuentas en donde lo haya, y descalificarlo en consecuencia. En cambio, reconocer que la crítica es literatura susceptible de ser, por su parte, criticada, me parece importante porque demuestra que hacer crítica no equivale nomás a ejercer una labor prescindible y, según esto, subsidiaria de la otra literatura, la grande, la sublime.

Criticar un libro de poemas no es lo mismo que haber escrito un libro de poemas. No es desde luego lo mismo, cabe añadir, pero tampoco es menos. A fines de 2001, el narrador Guillermo Fadanelli reseñó en Letras Libres el entonces nuevo libro de Christopher Domínguez Michael, titulado La sabiduría sin promesa. Domínguez Michael es uno de los más activos, conocidos e influyentes críticos literarios de México: sus reseñas, artículos de opinión, antologías y libros de crónica y biografía suscitan polémicas, reavivan discusiones, tienen con qué incomodar tanto a escritores disidentes como a profesores ortodoxos y abren, en suma, caminos para el estudio y la renovación del juicio estético. Fadanelli, acaso para justificar el supuesto atrevimiento de que un autor de ficciones critique la obra de quien más bien debería criticarlo a él, alega que “la crítica literaria es también una ficción” tras admitir que ignora si existan métodos eficaces para criticar los libros de crítica literaria. Pues bien: dar por sentado que tal crítica es literatura de ficción tanto como los cuentos y las novelas ya es adelantar un método de análisis.

La crítica, en efecto, procede análogamente a la literatura de ficción. Los textos de crítica literaria, como bien señala el propio Fadanelli, operan como “ficciones donde los personajes son escritores que actúan en el escenario de la historia”. La historia, en este contexto, no sólo es el relato de los grandes acontecimientos: es la historia de cada lengua y la historia de las mentalidades, tanto las artísticas como las políticas y las religiosas. En resumen, así como puede cultivarse una crítica de la literatura de creación, o sea de la escritura en el concepto más pobre y extendido en que se le tiene, así también es posible hacer de la escritura un modelo para la crítica y, en última instancia, comprender que también la crítica es escritura y que, al ser un crítico criticado, éste se convierte por extensión en un escritor escrito.



("El escritor escrito" se publicó el día de hoy, domingo 6 de noviembre de 2005, en Mural.)